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Tiempo atrás, el embajador de Estados Unidos en Argentina declaraba a la prensa: “Mi sugerencia, como alguien que ama la Argentina y ve su potencial, es que tienen que trabajar en los acuerdos desde ahora, no esperen 16 meses”, a lo que la portavoz de la presidencia, Gabriela Cerruti, respondió con ironía: «Con Donald Trump no les está yendo tan bien allá, así que empecemos por casa para armar coaliciones”. 

Mas allá de las chicanas políticas utilizadas en estos casos, lo que denota este ida y vuelta de declaraciones es cuánto nos está costando, en el mundo en que vivimos, conseguir consensos; pero, previo a eso, fundamentalmente, abrir la posibilidad de un diálogo entre quienes piensan distinto. Es así que, con la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, muchos argentinos caímos en la cuenta de que la tan mentada grieta no era un invento nacional.

La política –y ahora, de alguna manera, la sociedad toda– se ha convertido en un espacio de batalla entre “buenos” y “malos” en la que cada grupo, por supuesto, se ubica del lado de los buenos mientras que el otro es el enemigo por vencer (ya no por convencer) utilizando cualquier recurso. La moralización del enemigo ha hecho que los conflictos se tornaran más violentos, que no haya negociación posible, y lleva a un maniqueísmo de acuerdo con el cual los amigos son moralmente buenos (y se les perdona todo) y los enemigos moralmente malos (y por lo tanto, hay que eliminarlos).

Por el contrario, uno imagina que el universo político es el espacio ideal para el debate, donde las diferencias pueden y deben ser contrastadas con el otro en la búsqueda de un planteo superador, junto con la posibilidad de acordar algunos principios básicos de convivencia civilizada en un mundo tan diverso como el actual.

La pregunta que se impone a la altura de tan triste descripción es si existe algún espacio social en donde podamos los argentinos trabajar entre todos en la búsqueda de ese encuentro entre conciudadanos que piensan distinto.

Para develar rápidamente el enigma, debo confesar que mis años como profesor me permiten asegurar que es en la universidad en donde más podemos trabajar en ese sentido. Los alumnos están ávidos de aprender, pero también de transitar por la rica experiencia del encuentro con el otro. Para la mayoría, sus compañeros y compañeras son más importantes que sus docentes.

Qué hacer entonces desde la cátedra para lograr ese necesario crecimiento personal e intelectual que les permita a los alumnos no solo engrosar la lista de conocimientos sino también iluminar su vida para el gran desafío del “encuentro en el disenso” al que deberían aspirar en la vida social.

José María Torralba, en su interesante libro Una educación liberal, nos recuerda que una buena parte de la tarea del profesor consiste en ayudar a los alumnos a ser capaces de formular las preguntas relevantes. Sin duda esto es cierto, pero simultáneamente debemos lograr ese espacio de seguridad de los alumnos para preguntar y equivocarse, y sobre todo para escuchar lo que el otro tiene para aportarle, y creo que aquí está el desafío de las aulas en el mundo que vivimos.

Muchas veces, las respuestas a esas preguntas las tenemos los docentes, pero muchas más las tienen ellos mismos o sus compañeros de clase. ¿Cómo conseguir entonces que estén abiertos a escuchar al otro, sea quien sea ese otro, y más cuando piensa en las antípodas de las creencias que cada uno trae? No por nada hace más de veinte siglos el filósofo griego Sócrates ya había establecido la mayéutica como instrumento dialéctico para llegar al conocimiento de la verdad.

Una posible línea de trabajo para iluminar las aulas pero también, y sobre todo, nuestros espacios sociales y políticos de encuentro nos la ofrece la excelente conferencia de dos docentes norteamericanos cuya línea argumentativa esbozaré a continuación. (https://www.youtube.com/watch?v=YWnaCnSQ2Ic)

Los profesores Cornell West y Robert George, protagonistas del encuentro mencionado, tienen orígenes totalmente contrapuestos. El doctor West es filósofo, activista político, negro, de religión baptista y de ideas políticas claramente a la izquierda. Como contrapartida, el doctor George es abogado, conservador, blanco y católico.

Ambos, profesores de las mejores universidades norteamericanas, se plantearon hace muchos años cómo trabajar juntos para que dos personas de orígenes y pensamientos tan disímiles pudieran mantener el diálogo en la diversidad y buscar puntos en común que los unieran como personas que buscan el bien para su país y la sociedad.

En esta conferencia –muy iluminadora respecto de una manera diferente de abordar las diferencias–, se plantearon frente a los cadetes de la Escuela de Aviación de Estados Unidos cómo superar la grieta y abrirse camino a la búsqueda de la verdad, entendida esta como aquello que nos hace mejores personas y mejores ciudadanos.

En primer lugar, nos señalan que una virtud fundamental para que esto sea posible es la integridad. Decir lo que se piensa, mantenerse firme en el principio que uno cree y rehusarse a mantenerse en el silencio por miedo o conveniencia. Sin duda, se requiere coraje para sostenerla, y es por eso que cuando la vemos en otros la admiramos.

Luego nos recuerdan una simple verdad a veces tan dejada de lado: somos falibles, somos imperfectos. No tenemos ninguna certeza de que siempre estaremos en lo correcto, y en general, no lo estamos. Debemos empezar cualquier conversación con este principio grabado a fuego: podemos estar en el error.

A la verdad expuesta en el párrafo anterior le agregan un condimento que hoy se nos hace casi imposible de aceptar: existe gente razonable, bien intencionada, intelectualmente capaz que puede pensar lo contrario a nosotros, o que ve las cosas de modo diferente. No aceptarlo es caer en el dogmatismo de creer que somos infalibles, y sabemos que eso no es cierto.

Otro punto a tener en cuenta es que debemos asumir como erradas algunas creencias que tenemos. El problema es que no sabemos cuáles son. Si lo supiéramos, posiblemente las cambiaríamos. Por el contrario, creemos que casi todas (si no todas) son ciertas. Si somos gente que valora más la verdad que nuestras opiniones y creencias, deberíamos querer movernos desde el error –por incompleto, por parcial, por inadecuado– hacia la verdad, y ser capaces de cambiar nuestra opinión.

Esto nos lleva a tener que escuchar atentamente y con una mente abierta a los demás. Ellos representan nuestra mejor oportunidad de cambiar del error a la verdad. Es el mejor proyecto que tenemos entre nosotros, que dialogamos: poder descubrir el espacio de verdad que hay en cada uno.

Se requiere de coraje para hacerlo, porque es contrario a la naturaleza humana presentarse de manera vulnerable. Aceptar el error es presentarnos vulnerables. Si uno va al debate solo para ganarle al otro y triunfar, entonces no es vulnerable pero no busca la verdad, sino el triunfo en el combate.

Otro elemento importante que nos recuerdan son las emociones que acompañan nuestras convicciones. Invertimos en ellas. Esto no es malo per se. Necesitamos muchas veces el impulso emocional y esa motivación para actuar. Pero tienen un problema. Si esas emociones envuelven demasiado nuestras convicciones, estas se convierten en dogmáticas. No podremos abrir la puerta de nuestra mente a pensar que estamos equivocados. No podremos conectar con la otra persona para buscar la verdad.

También nos explican que no alcanza con ser educado. Es mejor que nada, pero no alcanza. No alcanza con parecer que escuchamos al otro; tenemos que comprometernos con el otro en la búsqueda de la verdad, cualquiera sea y allí donde este. Y eso significa abrir la puerta a que yo esté equivocado –o parcialmente equivocado– y el otro tenga la razón.

Estamos en una época en la que escuchar e intentar aprender está en decadencia. También hay que tener en cuenta quiénes somos y de dónde venimos, y a aquellos que nos han marcado con su amor y que configuraron nuestros corazones y nuestras mentes. No salimos adelante por nosotros mismos. No nacimos solos, no nos dimos nuestro idioma, no nos educamos en el aislamiento.

Tenemos que buscar la verdad sin miedo. Sin miedo a los vecinos, al barrio, a la comunidad. Tenemos que escuchar todas las voces. Seguro que en muchas ocasiones estaremos en desacuerdo, pero ahí radica la riqueza. Aprender a morir para renacer en la verdad cada vez.

Ya cerca de finalizar la charla, al momento de las preguntas, uno de los cadetes les consulta qué pasa cuando cada una de las partes piensa honestamente que la verdad está de su lado y no logra convencer a la otra. Afirman que lo conveniente es dejar el proceso abierto para que cada uno, a partir de la reflexión, se dé la posibilidad de cambiar sobre la marcha.

Muchos grandes hombres empezaron de un lado y terminaron honestamente del otro. Combatiendo del lado contrario de donde habían empezado. Evitaron ser dogmáticos. Todos venimos de un lugar, pero no quiere decir que terminemos en el mismo.

Los autores afirman que todos tenemos una dignidad que debe ser respetada. Debemos tratar a nuestro oponente con toda la dignidad humana que se merece, a la vez que exigirle que haga lo mismo con nosotros.

Si el otro plantea una batalla y su objetivo es la victoria y no el bien, no estamos obligados a escucharlo. Hay que tratar de mantenernos en la conversación lo más que podamos, pero si es imposible establecer un diálogo verdadero, debemos abandonar la conversación.

Por último, señalan que no hay que marcar la línea muy estrecha respecto de lo que se puede y lo que no se puede discutir. Hay que permitir el debate de casi todos los temas sin temor a debilitar el compromiso. Siempre habrá algo que nos una, a pesar de las diferencias ideológicas; el arte, la música, la poseía. Debemos, ante todo, luchar por la libertad de expresarnos.

Si no hemos sido educados en la escucha activa y nos resulta más fácil descalificar a alguien por su religión, género, estrato social, educación, etc., que tomarnos el trabajo de construir esquemas argumentativos sólidos, las palabras de los doctores West y George podrían resultarnos de gran ayuda.

Las generalizaciones que escuchamos hoy en día en las conversaciones cotidianas, en los medios de comunicación, en las redes sociales, etc., respecto de otros argentinos definidos ligeramente como ladrones, explotadores, brutos, ventajeros, vagos o planeros no hacen más que ilustrar esa dificultad argumentativa en la que hemos caído.

Quizás en estos días de tantas controversias, de tanta tensión entre grupos que no se aceptan mutuamente, de tanta grieta, podríamos sintetizar el deseo de los colegas norteamericanos en una frase enunciada al final de la conferencia: I´ll fight for his right to be wrong.

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