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Escribir en favor de la inteligencia artificial (IA) supone un gran desafío, sobre todo en momentos como el actual, cuando desde los más variados ámbitos se escuchan voces que alertan sobre sus peligros. En efecto, una carta firmada por académicos, expertos en IA y ejecutivos, y difundida por el Future of Life Institute, señala:

“Hacemos una llamada a todos los laboratorios de IA para que pausen de inmediato durante al menos 6 meses el entrenamiento de los sistemas de IA más potentes que GPT-4. Esta pausa debe ser pública y verificable, e incluir a todos los actores clave. Si tal pausa no se puede promulgar rápidamente, los gobiernos deberían intervenir e instituir una moratoria” (Carta pública difundida por el Future of Life Institute)[i]

Incluso en este mismo blog hay colegas que acompañan estas preocupaciones. Es así que el Dr. Mauro Saiz nos alertaba al respecto con su artículo crítico sobre el posible abuso en el uso de la IA en las decisiones políticas. La participación política, la legitimidad y el compromiso con las decisiones adoptadas son, para él, aspectos fundamentales del “buen gobierno”. Simultáneamente, sostenía que suponer que la IA puede resolver con decisiones algorítmicas la complejidad del tejido humano es un despropósito.

Quizá la forma más concisa de expresarlo es esta: es un error pensar que en política hay una sola respuesta correcta. La presunción aquí es que una inteligencia artificial posee todos los datos descriptivos relevantes y simplemente lleva a cabo un razonamiento deductivo hasta alcanzar el programa o decisión que se debe tomar. En realidad, en la deliberación entran en juego valores, significados y sentidos que son esenciales para la vida humana, pero que una inteligencia artificial no puede captar –o, más peligrosamente aun: en la medida que los incorpora, lo hace porque fue programada para tomar unos y no otros. [ii]

Sin embargo, me gustaría dar un paso más allá, y señalar la necesidad de repensar el modo en que, desde hace muchos siglos, concebimos la política. ¿Qué puede aportar la IA al respecto? Explorar ese camino podría brindar respuestas a algunas de las múltiples demandas de las sociedades contemporáneas.

Un provocativo artículo publicado a comienzos de abril en La Nación señala:

No tenemos por qué mantener inalterables aquellos aspectos que consideremos deficitarios de la democracia moderna; esta representa un punto de partida, quizás modesto pero necesario, a partir del cual podemos imaginar una sociedad mejor, más civilizada y pacífica. [iii]

Y es que la política, con las instituciones que la conforman, ya no puede dar satisfacción a las necesidades que la ciudadanía en su conjunto presenta. La complejidad de los temas que se plantean, el manejo de enormes cantidades de información, un mundo cada vez más interrelacionado en donde los países van perdiendo autonomía, son apenas algunas de las problemáticas con las que deben lidiar los funcionarios y funcionarias en la actualidad.

En ese sentido, Roberto Gargarella expone con toda claridad en su último libro, El derecho como conversación entre iguales, lo siguiente:

Para que se entienda lo que digo: ni siquiera con un desempeño impecable, y con funcionarios altruistas y solidarios, el sistema institucional actual podría cumplir con sus ambiciosas promesas tempranas. Me refiero a sus promesas de inclusión, de representación plena, de respeto de los derechos de las minorías más postergadas, de reconocimiento a nuestra voz soberana. Como veremos, de entonces a hoy los cambios –en los hechos y en las ideas– han sido tantos y tan profundos que no debería sorprendernos el modo en que se expresa el drama de nuestro tiempo: unas instituciones que han quedado desbordadas –incapaces de estar a la altura de sus aspiraciones y promesas iniciales– y una sociedad que se reconoce crecientemente ajena, distante, desvinculada de ellas. [iv]

Sorprendentes y amenazantes reflexiones hacían estos académicos que, por un lado, ponen un manto de sospecha y duda respecto de todo lo que la IA significa para el futuro y, por el otro, dan cuenta de la imposibilidad de las instituciones de la democracia para brindar soluciones a los problemas de la gente. Sin embargo –y a contramano de estas perspectivas críticas–, podríamos hurgar en ejemplos de otras disciplinas respecto del gran provecho que supone abrirse plenamente a nuevos desafíos. Los saltos cualitativos de la humanidad se han dado sobre la base de asumirlos y sacarles el máximo beneficio asumiendo los riesgos que esto conlleva.

Un ejemplo en esta línea de pensamiento nos lo da una idea desarrollada por dos profesores universitarios. En el año 2004, la economista norteamericana Renée Mauborgne y el teórico empresarial coreano W. Chan Kim publicaron un famoso libro, Blue ocean strategy, que constituye una especie de manual de consulta permanente para todas las nuevas corrientes del management.

Sintéticamente, en ese trabajo los autores sostienen una práctica empresaria destinada a crecer que no está basada en la competencia destructiva entre compañías tal como se la concebía hasta ese momento (red ocean) sino, por el contrario, en la ampliación de los horizontes de mercado, que implique le generación de valor para la empresa a partir de la innovación (blue ocean).

En la estrategia del océano azul se trata de analizar a las otras empresas y a la propia para conocer aquellos aspectos en los que la organización puede sacar ventaja con la finalidad de ir más allá de la competencia, centrándose en crear nuevos espacios hasta ese momento inexistentes. Ya no se trata de seguir forzando los límites del mercado en el que dicha empresa se desenvuelve, sino de descubrir un mundo totalmente nuevo.

El ejemplo más evidente de la aplicación de esta táctica fue la aparición, en los años ochenta, del Cirque du Soleil (CdS), empresa canadiense de entretenimiento que vino a revolucionar el concepto de circo como se lo conocía hasta ese momento. Hasta el surgimiento del CdS, no concebíamos un circo sin animales: leones, elefantes, tigres, monos, etc., eran parte fundamental del show, y cuantos más animales mejor. Sin embargo, alguien se anticipó, salió de su zona de confort y lo redibujó hasta límites insospechados, e incluso fue capaz de vislumbrar lo que luego serían las corrientes y grupos protectores de animales, que le dieron el golpe de gracia a la forma tradicional de pensar un espectáculo circense.

Este es tan solo un ejemplo, pero muy elocuente, de cómo pensar muchas veces los conceptos desde una hoja en blanco nos puede ayudar a no quedarnos trabados en ideas que se repiten incansablemente y cuyos resultados ya conocemos.

Mucho se ha dicho ya respecto de que la democracia, como forma generalizada de gobierno ideal, tiene apenas un par de siglos de ejercicio práctico. A partir de las tres revoluciones clásicas –la inglesa, la francesa y la norteamericana–, hemos ido construyendo las bases de lo que entendemos como la mejor forma de gobierno para la época que nos toca vivir.

Conceptos como soberanía del pueblo, mayorías y minorías, separación e independencia de poderes, participación ciudadana, competencia electoral, etc., son tan solo algunos de los principios insoslayables que creemos sostienen todo el andamiaje de las democracias actuales, y poner en entredicho cualquiera de ellos pareciera provocar el colapso de todo el edificio institucional.

Por otro lado, esta construcción intelectual que hemos desarrollado en los últimos dos siglos debería tener casi un solo objetivo: mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, permitiendo que desarrollen todas sus potencialidades y que en última instancia cada uno y todos juntos alcancemos la máxima felicidad posible.

Sin embargo, la calidad institucional ha ido empeorando en todo el mundo desde que nuestros founding fathers crearon el framework of government de la democracia contemporánea. Ni a los gobiernos de derecha ni a los de izquierda parece interesarles el bienestar de la población, sino el enriquecimiento personal de sus representantes o de las elites que en definitiva los sustentan de uno u otro modo, o perpetuarse en el poder.

Al mismo tiempo, la brecha entre los que tienen y los que no tienen se ha ensanchado hasta límites escandalosos. Según un informe de Oxfam internacional:

“Las desigualdades económicas, de género y raciales hacen que unas pocas personas acumulen poder y riqueza mientras la inmensa mayoría se queda al margen. Los 10 hombres más ricos del mundo poseen más riqueza que los 3100 millones de personas que componen el 40 % más pobre de la humanidad. Mientras, millones de personas están cayendo en la pobreza extrema, revirtiendo dos décadas de avances.” [v]

Nuestro alabado sistema democrático no ha logrado mejorar estas cifras y no parecería que los mismos que lo han pervertido sean los que lo quieran cambiar, sino por el contrario, acentuar los instrumentos que los benefician. ¿Cuánto deberíamos seguir esperando para que aquellos que nos gobiernan demuestren de una vez por todas que ahora sí les interesan los ciudadanos, el bienestar de la población, la disminución de la pobreza, y resolver los problemas de la gente y, a partir de esa instancia, cambiar sus hábitos?

Argumentaba el filósofo griego Aristóteles –en respuesta crítica al concepto de sofocracia de Platón (como la mejor forma de gobierno)– que no estaba en la inteligencia de los gobernantes el problema del buen o mal gobierno de la polis, sino en su voluntad. Esta es, en definitiva, la que dirige las acciones de los hombres más allá de que la inteligencia les indique el camino correcto que, por otro lado, ellos prefieren evitar.

Siguiendo esta misma línea argumentativa, podríamos decir que no necesitamos gobernantes más sabios que los que tenemos, sino por el contrario, gobernantes cuya voluntad sea la búsqueda del bien común y no el bien individual propio y –por lo que podemos ver– de toda su familia.

Sin embargo, la pregunta que surge sería: si no lo han hecho hasta ahora, ¿por qué lo harían en el futuro? ¿Cuáles serían las razones para llevar adelante un cambio tan profundo que, por otro lado, terminaría por perjudicarlos? ¿Son los mismos que nos han llevado a la situación actual los que estarían dispuestos a entregar todo –poder, riqueza, etc.– para conseguir por fin el bienestar de los ciudadanos?

Mi sensación es que nada de ello ocurrirá en los años por venir. Seguiremos sufriendo gobernantes inescrupulosos cuya voluntad de cambio es inexistente. Frente a este sombrío escenario, se nos abre el prometedor, infinito y hasta ahora poco conocido mundo de la inteligencia artificial. Una herramienta a la que no tenemos por qué pedirle nos resuelva los problemas morales de la acción política (un gran temor de muchos intelectuales que la critican y que ven en sus creadores un intento de colonización encubierto) sino una cantidad de problemas prácticos que hoy afectan al ciudadano común y que no están siendo resueltos.

Debemos pensar la IA como una gran aliada de esa ciudadanía muchas veces traicionada por la política. Una verdadera intérprete de la voluntad general, a la que hoy se menciona mucho pero se la consulta poco y mal. Nuestra estructura institucional democrática huye y descree de la democracia directa. Los ciudadanos depositamos nuestro voto presidencial y retomamos nuestros deberes cívicos (en la mayoría de los países) cuatro o seis años después en la siguiente elección. Mientras tanto, nuestros gobernantes asumen la narrativa de ser intérpretes permanentes y fidedignos de esa voluntad del pueblo que no tiene maneras reales de volver a expresarse salvo en elecciones legislativas de mediano término.

Las grandes preguntas de la humanidad que interpelan a la ciencia política con respecto al bien, la verdad, la trascendencia, etc., seguirán estando y no tiene por qué ser la IA quien las venga a responder. Tenemos, por el contrario, infinitas preguntas del día a día en relación con la política que nuestra dirigencia no sabe o no quiere resolver. La incorporación de la IA podría traer vientos nuevos a una anquilosada clase dirigente que persiste en mantener sus privilegios y a la que nadie hasta ahora ha logrado confrontar con éxito suficiente.

Los caminos son aún un poco inciertos pero desafiantes. Empezar a tomar decisiones sobre la base de algoritmos –aun teniendo en cuenta su falibilidad– es un reto que, como intelectuales, al menos deberíamos considerar. Sería esta una alternativa para que, a partir de prueba y error, podamos comprobar si el temor a la tecnociencia es tan fundado como algunos imaginan o es un océano azul que nos abre nuevos horizontes para un cambio real en busca de la mejora de la humanidad.

Que personas como Elon Musk –que forma parte indiscutible de esa élite burocrática internacional– nos pida que posterguemos su uso no hace más que convencerme de que quizás estamos en el camino correcto y aquellos que no quieren cambiar sienten amenazados sus privilegios.

Los seres humanos se enfrentaron a desafíos que vinieron a cambiar la historia de la humanidad: el fuego, la rueda, la imprenta, Internet y tantos otros descubrimientos que nos mostraron que había otro mundo además del que conocíamos. Seguramente muchos prefirieron apagar el fuego con agua o destruir la rueda, pero al final estos cambios se impusieron.

Lo mismo seguramente pensaban aquellos que creían que el circo no sería atractivo sin animales y por eso fueron incapaces de crear un Cirque du Soleil. Sin embargo, hoy no se concibe un circo sin la performance que nos ofrecen los gimnastas de esa exitosa compañía canadiense que vino a “revolucionar” sin violencia un concepto que traíamos desde la antigüedad con los animales en los coliseos.

Quizás sea momento de hurgar en ese océano azul en búsqueda de nuevas formas de gobierno ya no maquillando las viejas formas para aparentar un cambio que al final mantiene básicamente los esquemas anteriores, sino repensando todo el esquema institucional para lograr un mayor bienestar y felicidad para nuestros castigados ciudadanos de la Argentina y el mundo. La aparición de la inteligencia artificial puede ser un camino muy interesante a explorar, ya no solo como un auxilio tecnológico a la decisión política, sino como una herramienta que vaya más allá y la mejore sustancialmente.


[i] Alerta GPT-4: más de mil CEOs y académicos piden detener todas las pruebas de inteligencia artificial por seis meses. Infobae, 29 de marzo de 2023. http://bit.ly/3KoYcNd

[ii] Mauro J. Saiz. La IA, la experiencia humana y la decisión política. Debates públicos UCA, 10 de marzo de 2023. https://bit.ly/3ZWTRGX

[iii] Guillermo Jensen y Enrique Aguilar. La democracia de los modernos. Diario La Nación, 3 de abril de 2023. https://bit.ly/3GwjwPX

[iv] Roberto Gargarella. El derecho como uma conversación entre iguales. ElDiario.ar, 1 de octubre de 2021. http://bit.ly/41c0BBI

[v] OXFAM. Time to care. Enero de 2020. https://bit.ly/43mZgd6

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