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La reciente publicación en español de un conjunto de textos sobre religión del filósofo canadiense Charles Taylor (El Futuro del pasado religioso, Siglo XXI, 2021) es una excelente oportunidad para reflexionar sobre la religión, y en particular sobre el catolicismo en el siglo XXI. Constituyen un nuevo aporte para la discusión en medio de habla hispana sobre el sentido que tiene la secularización en la Modernidad y los efectos de dicho proceso en el mundo contemporáneo. El aporte no sobra, porque el debate sobre la secularización (sobre los vínculos entre religión, instituciones y Modernidad) no está saldado. Acaso siquiera está suficientemente planteado, en nuestro país al menos. Dicho déficit genera innumerables malentendidos a la hora de la discusión rigurosa sobre un concepto muy difícil de asir, incluso desde el punto de vista de la historia de conceptos, como es el de “secularización”.

La selección de textos, precedida por un sólido estudio introductorio de Sonia E. Rodríguez García, recoge la tercera parte de los Select Essays compilados en Dilemmas and Concetions, la cual agrupa escritos “satélite” de la gran obra de Taylor en estos temas, la monumental A Secular Age. De esa selección, interesa para este breve comentario el primer escrito: la famosa conferencia que pronunció en Dayton en 1996 titulada ¿Una modernidad católica? El interés en éste texto tiene una doble razón inmanente a la obra del pensador quebequense: se trata, en primer lugar, del escrito que abre la serie de reflexiones sobre la importancia de la religión para entender la sociedad contemporánea y en ese sentido es un parteaguas en la reflexión filosófico-política de Taylor. En segundo lugar, es una intervención en la cual el autor enuncia él mismo desde la posición de un católico. Se pregunta por el lugar de los católicos en la sociedad moderna y su tendencia a la secularización.

Taylor describe la actual etapa de modernidad como inhóspita para la sensibilidad religiosa, en donde un triunfante humanismo exclusivo se ha cerrado a la trascendencia y tiende a expulsar a las creencias religiosas de la esfera pública. Aunque parezca paradójico, para Taylor los católicos se encuentran un poco como el jesuita Matteo Ricci, quien en el siglo XVI viajó a China con la misión de evangelizar en una cultura muy diferente a la cristiana. Como el mismo Taylor reconoce, la modernidad occidental secular no es la cultura China del siglo XVI: en la modernidad actual conviven desarrollos del evangelio con un humanismo cerrado a la trascendencia que tiende a negarlo. Pero el desafío al que se enfrentó Ricci tiene un punto de contacto con el dilema que enfrentan los católicos en la actualidad: el de encontrar una voz y un lugar propiamente católico en un ámbito cultural aparentemente hostil. El filósofo parece asumir que desde la apertura a la modernidad de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, los católicos aún se encuentran en busca de esa voz.

En segundo lugar, Taylor pide a los católicos que sean lo suficientemente atentos para no condenar a la modernidad en bloque, ni abrazar el secularismo del humanismo exclusivo que niega la religión y, por lo tanto, a una cultura comunitaria plural y vital. Para Taylor, la secularización moderna produjo un bien en la lógica de la convivencia humana: clausuró el horizonte de construcción de la sociedad en términos de cristiandad (Christendom) y cerró la lógica política de la universalidad sin pluralismo (wholeness). Para uno de los pensadores más agudos del pluralismo en filosofía política, el mensaje evangélico de la universalidad se lleva  a cabo mejor cuando no hay una perspectiva que se arroga la pretensión de hacerlo cumplir. El evangelio se realiza como por una astucia de la razón, en contra de la institucionalidad llamada a “realizarlo”.  

Llama entonces al catolicismo a asumir que los logros evangélicos de la modernidad, como el desarrollo de los derechos humanos, se produjeron en el momento en que el catolicismo dejó de ser la cultura social y política hegemónica. El pluralismo religioso y la ausencia de un Estado exclusivamente católico son el precio que los católicos tienen que pagar para ayudar al desarrollo de los mejores aspectos de la modernidad. Renunciar nunca es fácil, menos para una tradición religiosa, institucional y política que sentó las bases del Estado moderno y el desarrollo de los derechos humanos.

Sin embargo, la misma lógica que detiene la universalidad mala por excluyente conduce al drama del humanismo excluyente. La referencia a Henri de Lubac no es casual, pues se trata de uno de los pensadores católicos resaltados por Taylor en más de una oportunidad. La “revuelta inmanente” a la que puede conducir una secularización mal entendida nos deja, sostiene Taylor, en la puerta de la violencia latente en un “yo cerrado” en sí mismo. Para entender por qué la inmanencia recae eventualmente en una violencia que no encuentra freno, basta reparar en el guiño que Taylor le hace a René Girard en nota al pie.

Así, en este notable texto, Taylor defiende la importancia que tiene en la era secular que lo colectivo no se construya sin una referencia a lo trascendente (en posición cercana a la de autores como Eric Voegelin, Augusto Del Noce o Romano Guardini), a la vez que le señala al catolicismo la necesidad de comprenderse como parte de la Modernidad y no contra ella, recuperando aquí tradiciones de pensamiento religioso como las de Lubac y, sobre todo, la de Yves Congar.

Sin embargo, en la conferencia de 1996 hay un aspecto muy relevante que queda sin desarrollar: el lugar de la Iglesia en el mundo moderno. Es comprensible que no se desarrolle, pues para Taylor el lugar del catolicismo en la era secular sólo puede comprenderse cuando se acepta que el Evangelio se realiza mejor cuando nadie tiene a su cargo ese programa. Pero esa ausencia tiene consecuencias: pensar la Iglesia es pensar la forma institucional de hacer posible la misión evangélica. A la ausencia en la propuesta de Taylor de una reflexión sistemática sobre el rol de la Iglesia, quizás debamos tomarla como una invitación para seguir reflexionado sobre el tema, y no como una razón para dejarlo de lado.

Probablemente sea hora de tomarse en serio parte de la propuesta de Taylor y asumir que los católicos pueden aportar a las sociedades modernas la muy humana apertura a la trascendencia, que sirva como antídoto al yo cerrado, inmanente, violento y excluyente. Las tradiciones religiosas nos ayudan a pensar en comunidades abiertas a la trascendencia, plurales, pero no relativistas, en coexistencia e interrelación con otras tradiciones. Esto, claro, no nos ofrece un modelo político y social nítido, pero sí una base sobre la cual organizar instituciones y prácticas que hagan posible la buena sociedad. Estas reflexiones quizás nos contagien algo de la esperanzada mirada de Taylor. Al final del día y como Matteo Ricci hace cinco siglos, los católicos del siglo XXI tienen por delante un arduo proceso de discernimiento para encontrar y hacer florecer los elementos de la cultura que favorezcan la realización del evangelio, mientras ofrecen alternativas a las prácticas sociales y políticas que lo niegan. Para ello habrá que enfrentarse a la cultura de la cancelación, a los prejuicios antirreligiosos y al relativismo posmoderno. Existe una mirada católica muy valiosa que puede, con su ejemplo, ayudar a mejorar nuestras sociedades. Es hora de que los católicos se sacudan los prejuicios y la ofrezcan al mundo.

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