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En un artículo reciente, publicado en el blog En Disidencia, Luis Silva busca defender la posición de que la igualdad es una realidad política. En otras palabras, no se trataría de algo que la política descubre, sino algo que crea, configura o define; incluso más, la igualdad sería lo opuesto a la política, en la medida que neutraliza la posibilidad de decidir entre las partes. Aquí me gustaría ofrecer una breve respuesta crítica a su planteo. Por ello, es muy recomendable leer primero la publicación original, a fin de que mis propias observaciones y argumentos resulten más claros y comprensibles.

Avanzaré discutiendo algunos puntos del razonamiento del autor que, considero, no están suficientemente bien justificados. En general, estas deficiencias derivan de su caracterización esencialmente decisionista de la política.  En efecto, a lo largo de todo el texto se presume (sin fundamentar) tal definición: lo propiamente político es la decisión que instituye y delimita los campos de iguales y desiguales. En contraposición, defenderé el punto de vista de que la igualdad debe ser tratada como una realidad pre- o extra-política, que, sin embargo, debe ser reconocida políticamente para surtir efectos en este campo. La distinción quizá sea sutil, pero puede tener efectos teóricos y prácticos muy relevantes.

Atendiendo al hilo argumental de la publicación en cuestión, hay una objeción que me gustaría cubrir en primer lugar, sencillamente porque es una cuya fuerza me parece más discutible y en la cual no me interesa profundizar. Silva asume desde el primer momento que la actividad política esencialmente consiste en la institución de criterios (de diferenciación e igualación), antes que la menos estelar función de preservar o mantener unos ya existentes. Si bien sería difícil negar completamente el papel de la decisión y la distinción en la vida política, ciertas ramas de la perspectiva liberal que conciben las funciones estatales de manera restrictiva o mínima podrían cuestionar que la acción política siempre deba introducir deliberada y activamente distinciones artificiales. Desde un punto de vista como el que estoy describiendo, la política meramente consistiría en una tarea de protección y reparación de violaciones de derechos, pero estos derechos serían descubiertos o reconocidos, antes que creados por el propio fíat legislativo (por ejemplo, en la tradición iusnaturalista, aunque también en otras líneas teóricas, no necesariamente liberales). Así, si se concibe la tarea del Estado como una fundamentalmente de resguardo de derechos, a su vez entendidos como libertades negativas, al menos una proporción importante de lo político dejaría de estar adecuadamente caracterizado del modo en el cual lo hace el autor.

Cierto es que se puede replicar que el tipo de funciones de “conservación” a las que me refiero son en todo caso derivadas, y dependen lógicamente del primer acto de instituir jurídicamente los derechos que serán objeto de protección. En efecto, el mero reconocimiento jurídico-político de los derechos implica la decisión y acción política de legislar, pero hay una diferencia crucial entre interpretar esta labor como una de reconocimiento de algo que ya existe con un fundamento externo o como una institución arbitraria de la igualdad-diferencia. Esto ya nos permite pasar al segundo punto que querría discutir y que, en cierta medida, vertebrará el resto del análisis.

Más adelante en su exposición, el autor desliza, casi al pasar, que la igualdad neutraliza la política al impedir resolver la situación “mediante una decisión razonada” (el énfasis es mío), algo que repite pocos párrafos más abajo. Esta alusión al carácter racional o razonado de la decisión política es especialmente interesante, porque parece introducir una cualificación adicional sobre la decisión política que hasta el momento no había sido mencionada. ¿De dónde surge que la decisión deba ser razonada? En principio, no habría nada que impidiera entender la política, en su versión decisionista mínima a la que me refiriera más arriba, en un sentido puramente arbitrario, como el resultado de un juego de fuerzas o la maximización de intereses o de poder por parte de alguno de los autores. La inclusión de esta nueva condición es significativa porque conlleva implícitamente una referencia a algún tipo de racionalidad o lógica que no está explicitada, pero que bien puede pensarse como extra- o trans-política. Lo significativo aquí es que tomarse en serio esta característica de la política excluye todo un espectro de posibilidades teóricas y exige un desarrollo mayor en torno a cuál sería esa lógica que la decisión política sigue o debe seguir y de dónde surge. En última instancia, ello abre la puerta a una conexión con otros campos disciplinarios y existenciales, erosionando la pretensión originaria del autor de autonomizar completamente la política.

Digámoslo de otra manera. Si definimos la política como el momento de la decisión razonada que instaura los campos de iguales y desiguales, ¿a qué tipo de razones puedo apelar para ello? ¿A la mayor eficiencia económica? ¿A la evidencia científica? ¿A juicios estéticos? ¿Será el producto de un consenso? Y si es así, ¿entre quiénes?, ¿sobre qué?, ¿según qué criterios? Muchas de las respuestas posibles a estas y otras preguntas imaginables nos remiten a ámbitos distintos de la política, con los que ésta se conecta y por los cuales se ve condicionada (y a los cuales, a su vez, afecta). Una vez aceptada esta premisa, esto es, que la política existe en (e interactúa con) un marco de realidades y significados previos o independientes, no habría especial dificultad en reconocer otros datos extrapolíticos, como la propia igualdad.

La misma lógica reaparece en toda la discusión posterior del autor acerca de que el sorteo como método de elección anula la decisión política. La pregunta evidente es: ¿por qué la elección consciente de ese método no constituye un acto político? ¿Por qué el reconocimiento de la igualdad (no calificada o universal) como dato relevante para asignar bienes, derechos y obligaciones no constituye un “orden”?

Todo el argumento gira de modo tautológico sobre la premisa mayor que define a la política como una decisión autónoma que impone un orden y categoriza, agrupa, pero esto presumiblemente era precisamente lo que el autor quería demostrar en primer lugar. A partir de allí, simplemente se afirma que aquellos casos donde esta operación no tiene lugar no forman parte del universo de lo político, precisamente porque no hacen lo que a priori se definió como lo político, en sentido acotado. Como ya señalé, esto no solamente peca de circularidad o petición de principio, sino que de hecho deja artificialmente fuera de lo político un conjunto importante de fenómenos que intuitivamente tendemos a incluir en ese ámbito (como el reconocimiento de derechos universales, o la adopción del sorteo como mecanismo de elección y decisión).

En última instancia, las raíces de estos lineamientos argumentales se evidencian en los últimos dos párrafos, con cita textual de Schmitt. Una vez más, bajo la premisa de reivindicar la especificidad de cada esfera, se niega que la política pueda considerar a los seres humanos en su igual dignidad —aunque cabría afirmar que aquí se está forzando un poco la interpretación de la fuente original—. En todo caso, es indistinto para mis propósitos si la crítica cabe también a Schmitt o exclusivamente a Silva[1]. Lo relevante es que no es lógicamente necesario oponer y deslindar completamente la instancia política a otras, como la moral, para distinguirlas y atribuirle a cada una su propio peso específico.

En efecto, se puede perfectamente aceptar que la igualdad humana es una realidad moral que no surte plenos efectos políticos hasta tanto no se traduzca en conceptos, prácticas, instituciones y leyes, y esto no equivale a afirmar que la política crea ex nihilo dicha igualdad/desigualdad. Lo mismo sucede con realidades tomadas de cualquier otro ámbito de la vida humana. El riesgo de cáncer de pulmón que produce el consumo de cigarrillos es un dato científico-médico, en principio. No tiene eficacia política en la medida que no sea recogido por organizaciones, movimientos, cámaras o legisladores como un factor relevante en su decisión de regular la producción, comercialización o consumo de dicho producto. Pero sería absurdo pensar que en el momento que los actores políticos incorporan este hecho extrapolítico a sus cálculos, lo están creando o instituyendo. Pues bien, no encuentro ninguna razón para pensar que no se da la misma dinámica respecto de otros ámbitos de la realidad, entre ellos la igualdad, si la entendemos como un dato moral extrapolítico. Es importante notar que esto vale independientemente del grado de objetividad que pretendamos reconocerle a las proposiciones morales —discusión complejísima y muy rica para la filosofía—, sencillamente en la medida que intentemos distinguirlo como un ámbito separado de la esfera política.

No sólo es esta una forma más integral y penetrante para comprender y explicar la realidad humana en general, sino que además tiene la ventaja de prevenirnos respecto del potencial imperialismo epistemológico de los que es capaz cada disciplina (si ahora entendemos las esferas como campos del conocimiento, antes que existenciales). Aunque poner de relieve la autonomía de cada una de ellas, con sus propias racionalidades internas y conceptos esenciales parecería ser un expediente adecuado para preservarlas de intromisiones indebidas por parte de las otras, frecuentemente sucede que el efecto realmente logrado es bien otro. En la medida que cada rama del conocimiento se escinde tajantemente y erige barreras infranqueables entre sus practicantes, cada uno de ellos intentará explicar la totalidad de la realidad desde su propio punto de vista. En consecuencia, es frecuente que encontremos a aquel que pretende explicar el éxito o fracaso de un partido o régimen político exclusivamente desde consideraciones económicas, o el impacto de una corriente artística solamente a partir de su función sociopolítica. Aunque uno declare ostensiblemente que “habla de esto desde” tal o cual campo disciplinario, ello funciona como una mera salvaguardia retórica, pero no limita en lo más mínimo la presunción de completitud y autosuficiencia de la explicación de la que se trate.

Por el contrario, estoy convencido que una aproximación global, integral[2] de la realidad humana es mucho más adecuada en general y nos permite ser más claramente conscientes del peso relativo, la ponderación que hacemos de cada una de las dimensiones en cada caso. En este sentido, la igualdad en la política, entendida precisamente como una consideración previa o externa con la que la política debe lidiar y de la cual debe dar cuenta (de una manera u otra, en un amplio espectro de posibilidades concretas) no deja de ser un excelente ejemplo.


[1] Tratándose de un autor complejo y objeto de múltiples y diversos análisis contemporáneos, existen lecturas de su obra respecto de las cuales muchas de mis críticas no aplicarían. No pretendo tomar posición en esa discusión, sino limitarme a la discusión que aquí he formulado acerca de la igualdad.

[2] Estaría tentado de decir interdisciplinaria, aunque este término todavía no transmite adecuadamente el tipo de contaminación recíproca al que me refiero; en la práctica, muchas veces supone apenas un (por lo demás saludable) diálogo entre ámbitos que todavía se construyen sobre sus propias reglas independientes.

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