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A bordo del velero italiano “El Edén”, partieron desde Montevideo con rumbo a Europa, a principios del año 1843, dos exponentes de la generación del 37: Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi. Tras recorrer algunas ciudades italianas, pasaron a Suiza y luego a Francia. En París, el 1° de septiembre de aquel año, estaba Alberdi leyendo un libro en la casa de Manuel José Guerrico cuando, ya advertido por el anfitrión, vio ingresar a la habitación en la que se encontraba a la legendaria figura del Libertador general Don José Francisco de San Martín, que se presentaba con su sombrero en la mano y con la modestia de un hombre común. Mantuvieron una conversación animada y volvieron a verse pocos días después, junto a otros acompañantes, en la casa de campo que poseía el Libertador en Gran Bourg, a unas seis leguas y media de París, invitados por su yerno Mariano Balcarce.

El 15 de octubre Alberdi partió de París con rumbo a El Havre. Nos cuenta Jorge Mayer -biógrafo del autor de las Bases– que “el general San Martín quiso pasar por su hotel para saludarlo, pero Balcarce lo disuadió noticiándole su partida”. Queda librada a la imaginación del lector la simbología que puede atribuirse a este ulterior desencuentro entre el gran hacedor de nuestra independencia y el gran diseñador de nuestro sistema político-institucional.

Poco se sabe acera del contenido de las charlas entre San Martín y Alberdi. Impactado por la modestia del Libertador, en sus escritos autobiográficos Alberdi solo relata las impresiones que le dejó la figura, la personalidad, el modo de hablar, la casa, e incluso “la gloriosa espada” del Padre de la Patria. Pero podemos imaginar (solo imaginar) que bien pudo San Martín haber repetido una de sus más famosas frases: “serás lo que debas ser o no serás nada”. Podemos imaginar (solo imaginar) que bien pudo Alberdi haber formulado una de las frases que luego dejaría escrita en las Bases: “lo que es imposible no es del dominio de la política”.

Si tomamos el sentido profundo de ambas frases (lo que debe ser y lo que no puede ser) y las mezclamos en una coherente licuadora, es probable que obtengamos como resultado una de las tantas genialidades que escribió José Ortega y Gasset -un gran conocedor de nuestro país- en España Invertebrada: “Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es” (la cursiva es del original).

Las tres frases arbitrariamente aquí escogidas poseen -más allá de la formación y de las convicciones de sus autores- un sustrato aristotélico: las categorías metafísicas acto y potencia. La potencia es la capacidad de ser, la posibilidad real de ser esto o lo otro, lo que puede ser pero todavía no es. Una semilla es en potencia un árbol; una oruga es en potencia una mariposa; un óvulo es en potencia un hombre. El acto es el ser plenamente desplegado: es el árbol, la mariposa, el hombre. El cambio es el paso de la potencia al acto por la acción de una causa que produce el movimiento, siempre en la línea de desarrollo real de acuerdo a la naturaleza de las cosas: la acción del agua y del sol que hacen que la semilla pase a ser un árbol; o la fecundación del óvulo que lo convierte en hombre. Así, lo que puede ser es también lo que debe ser: una oruga está destinada a ser una mariposa, porque es lo que puede ser y por lo tanto debe ser. No puede una oruga ser un elefante. No debe ser un elefante.

“Llega a ser lo que eres”, dijo Píndaro, citado por Ortega en esa obra, quien luego completa la idea: “Seamos en perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza”.

Don José de San Martín representa una etapa de la historia argentina. Es el mayor exponente de esa etapa. Su acción, junto a muchas otras acciones de otros hombres, permitió el paso de la potencia al acto: de la América bajo dominio español a la América independiente. La realidad de las cosas ofrece posibilidades e impone deberes que son exigencias. La imposibilidad de acceder al corazón del dominio español -que estaba en Perú- “subiendo” por el Alto Perú, llevó al Libertador a poner en marcha su famoso plan: mientras Güemes contenía a los realistas en el norte argentino, él cruzó a Chile y luego se embarcó hacia las costas peruanas, siempre evaluando y recurriendo a los medios que tenía a su disposición: armas, hombres,  mulas, barcos y otros variados recursos. Realidades y posibilidades que fueron deberes. “Serás lo que debas ser o no serás nada”. Consumada la obra, tomó conciencia que la guerra civil no era su guerra. Se subió a un barco y se fue a Europa.

Juan Bautista Alberdi representa otra etapa de la historia argentina. A principios de 1852 descendió de un barco que lo había trasladado de Perú a Chile (trayecto inverso al de la campaña sanmartiniana) e inmediatamente le llegó la noticia de la batalla de Caseros. Reunió viejos papeles, “refritó” algunos escritos suyos y en poco tiempo dio a luz las Bases. Consciente de la situación de la entonces Confederación Argentina (lo que era), realista en cuanto a sus posibilidades (lo que podía ser), diseñó un orden político institucional -bien llamado “la república posible”- que promoviera el desarrollo económico y la civilización (lo que debía ser). Este “realismo arquitectural” (palabras de Mario Justo López para describir la política alberdiana) de este hombre de letras permitió que los hombres de acción consumaran la obra: el paso de la potencia al acto. “Lo que es imposible no es del dominio de la política”. Acostumbrado al exilio, al final de sus días Alberdi volvió a subirse a un barco y se fue otra vez a Europa.

Años después de publicar la España invertebrada (1922) José Ortega y Gasset escribió el Mirabeau o el político (1927) texto sublime hasta en sus más mínimos detalles. Tomando el ejemplo de Julio César, dice allí que, consciente del destino de Roma (lo que Roma debía ser), la “nota de intelectualidad” de este “político egregio” le permitió encontrar la solución al problema insoluble de su tiempo. “Y esta solución -dice Ortega- brotaba sencillamente de una rigurosa comprensión analítica de lo que era la sociedad romana en aquel instante, de lo que podía ser, de lo que no podía ya ser”. Una confirmación del “sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es”.

Vinculado a esto, dice también Ortega en otra parte de dicha obra: “La física se parece mucho a la política, porque en ambas lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual”. En efecto, el realismo es la gran exigencia de la política. Realismo en San Martín. Realismo en Alberdi. Realismo en Ortega cuando nos dijo “argentinos, a las cosas”. Para advertir lo que un país tiene en potencia, las condiciones naturales de su territorio, las condiciones naturales y culturales de su población, en suma, para advertir todo lo que es posible desarrollar (y la política consiste en eso, en desarrollar lo que hay en potencia) hay necesidad de realismo. Es claro que la política crea un orden. Pero el orden debe adecuarse a la realidad para permitir el desarrollo de sus potencialidades (el paso de la potencia al acto). Es el agua y el sol en sus dosis necesarias para hacer crecer la semilla hasta convertirla en árbol. Otra vez Ortega en el Mirabeau: “Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior”.

A esta concepción de la política se oponen, al menos, dos modos diferentes. Uno de ellos es la pretensión de establecer o imponer modelos, sistemas o ideologías (por lo general, foráneas) en una sociedad determinada, lo cual podría derivar en un explosivo choque con la realidad. Modelos políticos, económicos, sociales o culturales con los cuales se busca moldear una sociedad de acuerdo con ciertos preconceptos idealistas de lo que la sociedad debería ser, desconociendo su naturaleza y su cultura propias. Es pretender que la oruga se convierta en elefante.

Al respecto, suele afirmarse con cierta ligereza que nuestra Constitución Nacional es mera copia de la Constitución de Estados Unidos. Basta con comparar el grado de autonomía de nuestras provincias con la de los estados de EEUU, las atribuciones del presidente o el status otorgado a la religión para advertir la diferencia. En el caso específico del federalismo, lo que Alberdi hizo no fue copiar el modelo sino adaptarlo a nuestras circunstancias, teniendo en cuenta los antecedentes unitarios y federales propios, que se remontan a la convivencia entre el poder general del virrey y el poder local de los cabildos en la época española. Así de claro aparece en las Bases, libro “siempre citado y no siempre bien leído”, según dicen Floria y García Belsunce en la orientación bibliográfica de su Historia de los argentinos.

Este dilema entre el idealismo que pretende implementar un modelo, sistema o ideología foránea y el realismo que promueve el desarrollo de lo que en potencia presentan las cosas tal como son, fue planteado por Ernesto Palacio en su Teoría del Estado, asemejándolos a dos clases de navegantes: el idealista que se lanza con optimismo a la navegación y “se halla expuesto a estrellarse en una roca o a hundirse en un remolino”, y el realista que posee “una ciencia acabada del río y un dominio perfecto de la embarcación” que lleva la nave a buen puerto.

La otra versión de la política que se opone al realismo de lo potencial (también al idealismo de lo utópico) es su versión frívola y rapaz. Es aquella que solo pretende apropiarse y mantenerse en el poder, disfrutar de sus beneficios, utilizando toda clase de medios innobles e inconfesables para lograr aquellos fines, dejando el barco a la deriva. El poder en cuanto tal, su extensión, su construcción, su ingeniería, su incremento y mantenimiento son fines en sí mismos. Su horizonte no es el desarrollo a largo plazo sino el próximo año impar en el que habrá elecciones. Así, se frivoliza la política y se recurre a la rapacidad. La oruga no se transforma, la semilla no crece, el óvulo no es fecundado. Se corrompen y mueren.

A esta versión de la política se le presenta el doble peligro del largo plazo: proyectar y decidir para el largo plazo es peligroso porque puede poner en riesgo el próximo resultado electoral; pero concentrar las fuerzas solo en las próximas elecciones -cada vez- va produciendo un deterioro generalizado y una prolongada decadencia que a largo plazo no dejará poder para disputar ni botín para repartir.

Si deseamos saber “hacia dónde va el país” (hacia dónde está yendo ahora), deberíamos preguntarnos cuál es la política preponderante en estos momentos: la del realismo que pretende desarrollar el potencial, la del modelo ideológico que se pretende implementar o la de la frívola rapacidad que solo pretende apropiarse del poder y repartirse el botín. O, tal vez, un poco de cada una en distinta proporción.

Desde otro enfoque, el interrogante “hacia dónde va el país” (hacia dónde puede ir, hacia dónde debe ir) ya está desde siempre respondido, en gran parte, en nuestra propia Constitución Nacional. Se trata de la denominada “cláusula de la prosperidad” establecida en el artículo 75 inciso 18 (artículo 67 inciso 16 de 1853). Es aquella que le atribuye al Congreso “proveer lo conducente a la prosperidad del país…”. Es aquella que en su espíritu no hace otra cosa que promover el desarrollo de nuestras potencialidades, actualizadas en cada momento de la historia. Debemos ser lo que podemos ser, y podemos ser a partir de lo que somos. Será cuestión de que los argentinos nos apartemos de las utopías y de las frivolidades para ir, como quería Ortega, “a las cosas”.

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