El 11 de noviembre de 1992, contando noventa años y a dos de su partida definitiva, Karl Popper (Viena, 1902 – Londres, 1994) pronunció una conferencia en Kyoto titulada “How I became a philosopher without trying”, con motivo del recibimiento del Kyoto Prize otorgado por la Fundación Inamori. El galardón le fue conferido por sus aportes al “Pensamiento filosófico del siglo veinte”, al tiempo que el físico inglés Maurice Wilkes y el bioquímico nipón Yasutomi Nishizuka lo recibieron por “Tecnología Avanzada” y “Ciencias Básicas”, respectivamente.
En la ocasión se esperaba que las disertaciones de los premiados versaran sobre las vicisitudes que los habían llevado a consagrar sus vidas a esos campos específicos. A este fin, Popper confiesa de entrada haber trabajado “casi en diez diferentes campos” como para ser considerado propiamente un especialista. Esa “fragmentación” de su saber lo había inhibido inicialmente de aspirar a una verdadera carrera como investigador, cuando menos hasta la edición en 1934 de su primer libro, La lógica de la investigación científica, tras quince años de haber concebido su idea madre según la cual el conocimiento científico sólo admite ser entendido como conocimiento provisional o “hipotético”. Si bien hasta entonces había escrito varios papers sobre filosofía de la ciencia, no los había sometido a publicación. Como recuerda el propio Popper, el libro alcanzaría una notoriedad inmediata (Popper, 1999)[1].
Aun admitiendo que nunca se había sentido cómodo bajo la condición de filósofo, lo cierto es que en su maravillosa alocución Popper se muestra como tal mediante el relato de un “azaroso itinerario intelectual” (Sequeiros, 2002) surcado por la fascinación que sus intereses le provocaban y que siempre ansió contagiar a sus discípulos. En efecto, Popper refiere haberse planteado su primera pregunta filosófica, relacionada con el concepto de infinitud, a los siete u ocho años. A esta sucederán otras no menos trascendentes que ocuparán su mente antes aun de creerse capaz de resolverlas o de haber leído libros de filosofía. Schopenhauer, Kant, los presocráticos y Platón lo cautivaron prontamente. La Apología de Sócrates –dice– “es la obra filosófica más bella que conozco” (Popper, 1999). Señalemos que Sócrates ejercerá una influencia muy importante en el desarrollo del llamado racionalismo crítico[2], al punto que Lawrence Boland (1994) se referirá al “socratic Popper”.
Popper pertenecía a una familia de músicos por vía materna. Su madre era pianista y su padre, abogado. El propio Karl, admirador de Bach, fue autor de algunas composiciones[3]. De su padre recibió el amor por los libros. Al pretender colmar su deseo de dedicarse a algo “útil”, convertirse en un schoolteacher parecía una opción razonable. Sin embargo, las primeras soluciones a los problemas filosóficos que afrontaba no fueron fruto de lo que usualmente se denomina investigación (research), sino de un proceso o método que ocurría only in my mind, compartido con estudiantes o allegados y que, en el mejor de los casos, había de reflejarse en un texto divulgado lustros o aun décadas más tarde (Popper, 1999). La ciencia, según Popper, siempre “se eleva sobre un terreno pantanoso”, progresa de problema en problema en un proceso sin término (Popper, 1980 y 1972). Por eso, para decirlo con palabras de Mario Vargas Llosa (2018), “la verdad popperiana es frágil”, se somete de continuo a pruebas que eventualmente intentan sustituirla, como ha ocurrido y seguirá ocurriendo en “ese vasto peregrinar del hombre por el tiempo que llamamos progreso, civilización”.
El método antedicho ni siquiera le garantizaba resultados concretos o la posibilidad de eximirse de reiteradas revisiones, como sucederá con La sociedad abierta y sus enemigos, de 1945, reescrito veintidós veces con ánimo de “clarificarlo y simplificarlo”. Popper relata que tanto su redacción como la de La miseria del historicismo (publicado como serie de artículos en 1944-45 y como libro en 1957), fue tributaria de la decisión de estudiar el supuesto carácter científico del marxismo, la cual a su vez había de llevarlo a preguntarse qué es lo que otorga a una ciencia el carácter o estatus de tal (Popper, 1999). Será este interrogante, surgido de la denominada “experiencia de 1919”, el que andando el tiempo lo convertiría en un filósofo de la ciencia.
En aquel entonces un joven Popper, próximo a cumplir diecisiete años, militaba en el partido comunista y había sido invitado a participar de una revuelta en la que varios de los jóvenes que lo acompañaban perdieron la vida. El episodio, que no puede ser leído con prescindencia del escenario mundial[4], será en un todo decisivo para su formación intelectual toda vez que en él habrá de fundarse tanto su filosofía de las ciencias como su filosofía política (Popper, 1977). Por confesión propia se sabe además que el estudio del marxismo tendrá dos consecuencias directas y definitorias para su pensamiento. “Hizo de mí un falibilista y me inculcó el valor de la modestia intelectual” (Popper, 1999).
Lo que sobrevendrá a partir de esa temprana decisión que permitirá a Popper identificar en la “falsabilidad” (esto es, en la posibilidad de su refutación empírica) el criterio demarcador de lo científico es historia bastante conocida. Su condición de “alumno libre” y luego “alumno oficial” en la Universidad de Viena; su labor voluntaria en una clínica psicoanalítica para niños de Alfred Adler; la obtención de su doctorado, en 1928, con una tesis sobre “Sobre el problema del método en la psicología del pensar” bajo la supervisión de Kark Bühler; su vínculo con el Círculo de Viena; su desempeño como profesor de matemáticas y física en enseñanza media; su exilio en Nueva Zelanda como profesor en el Canterbury University College, y, finalmente, su nombramiento en 1946 como profesor de Lógica y Método Científico en la London School of Economics and Political Science, gracias a la vacante ofrecida por su amigo Hayek que evitó lo que hubiera significado, en la distante Oceanía, su muerte intelectual (Popper, 1977). De este modo, Popper había transitado desde un puesto como maestro de escuela primaria hasta erigirse en un filósofo profesional que dictaba clases universitarias, aunque “sin haber elegido nunca la filosofía como mi objeto de estudio –en verdad, sin haber nunca tratado de llegar a ser un filósofo” (Popper, 1999).
¿Cómo se explica esto? –se pregunta Popper. Por la naturaleza de los problemas que había hecho suyos (principalmente, como queda dicho, el criterio de demarcación de la ciencia que solo avanza mediante conjeturas y refutaciones) y que lo habían conducido a estudiar, entre otras cosas, filosofía. ¿Era un método recomendable para un estudiante serio? Ciertamente no. Pero sí lo era, en cambio, la estrategia de identificar un problema que ese estudiante “pudiera realmente amar, y al cual estuviera preparado para dedicar su vida”, lo cual requería de suyo la necesaria experiencia de la autocrítica y del esfuerzo redoblado (Popper, 1999).
Popper concluye su conferencia con una recomendación ejemplar: por mayor felicidad que nos produzca haber arribado a una solución, debemos saber que las soluciones finales no existen. “Buscamos la verdad, y la verdad es absoluta y objetiva, como también lo es la falsedad. Pero cada solución a un problema abre el camino a un problema aún más profundo” (Popper, 1999). De ahí la importancia del espíritu crítico y la libertad de expresión que en Popper pueden ser vistos como una consecuencia directa de su gnoseología: “un resultado racional –explica Zanotti– de la conciencia de la conjeturabilidad de nuestro conocimiento” (Zanotti, 1993). El falibilismo, el carácter esencialmente conjetural de las teorías y el llamado a la modestia intelectual, no sólo tienen que ver con la reacción antipositivista que se inicia en la filosofía de las ciencias con Popper, sino también con la actitud esencial del racionalismo crítico, esa razón dialógica que Popper define como “la ruptura con mi intento de convencer a mi vecino” (Artigas, 1998).
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Más allá de la excepcionalidad que es Popper, de la aparición acaso providencial de un pensador con su prodigiosa formación interdisciplinaria (en gran medida autoimpuesta), su originalidad y su apertura mental, cabe preguntarse hasta qué punto las condiciones académicas y los paradigmas hoy dominantes permitirían abrir cauce a una trayectoria apenas semejante. ¿Es posible imaginarla en ámbitos donde las virtudes intelectuales y la libertad académica se ven expuestos a diario a la planificación contable y un control burocrático centralizado? ¿Podría un Popper redivivo aventurarse a su larga y azarosa travesía desafiando a cada paso la aquiescencia de sucesivas instancias de evaluación, exigencias de productividad y un “devenir funcionalista” (Hoevel, 2001) como el que viene imponiéndose desde hace décadas en las instituciones universitarias?
«Si pensaba en un futuro –escribió en su autobiografía–, soñaba con fundar un día una escuela, en la que los jóvenes pudiesen aprender sin hastío y en la que fuesen estimulados a plantear problemas y a discutirlos; una escuela en la que no hubiese que escuchar respuestas no deseadas a cuestiones no planteadas; en la que no hubiera que estudiar sólo por aprobar los exámenes” (Popper, 1977). Sin necesidad de modificar siquiera una coma, nos parece que, por extensión, este anhelo popperiano que hacemos nuestro podría aplicarse a los distintos niveles educativos, desde el inicial hasta el superior. De ahí la importancia de los interrogantes arriba esbozados y a los que deberíamos atender aun cuando las respuestas que nos merezcan puedan resultarnos desalentadoras.
Referencias
Artigas, M. (1998). Lógica y ética en Karl Popper. Pamplona: EUNSA.
Boland, L. A. (1994). “Scientific thinking without scientific method”. En New directions in economic methodology, Backhouse, R. (ed.). London: Routledge.
Hoevel, C. (2001). La industria académica. Buenos Aires: Teseo.
Popper, K. (1972). Conjeturas y refutaciones. Barcelona: Paidós.
Popper, K. (1980). La lógica de la investigación científica. Madrid: Tecnos.
Popper, K. (1977). Búsqueda sin término. Una autobiografía intelectual. Madrid: Tecnos.
Popper, K. (1994). El mito del marco común: en defensa de la ciencia y la racionalidad. Barcelona: Paidós
Popper, K. (1999). “How I became a philosopher without trying”. En All Life is Problem Solving. USA y Canadá: Routledge.
Sequeiros, L. (2002). “Karl R. Popper (1902-1994): Un siglo de ‘Búsqueda sin término’ de la verdad”. En Proyección. Año XLIX, n° 204 (pp. 33-59).
Vargas Llosa, M. (2018). La llamada de la tribu. Buenos Aires: Alfagara.
Zanotti, G. (1993). Popper. Búsqueda con esperanza. Buenos Aires: Editorial de Belgrano.
[1] La lógica de la investigación científica fue publicada originalmente en alemán en una colección de diez libros que editaron P. Frank y M- Schlick, miembros del Círculo de Viena. En 1958 se traduciría al inglés, momento a partir de la cual cabe decir en rigor que empezaría a conocerse el pensamiento de Popper.
[2] A propósito de uno de sus primeros trabajos de carpintería, Popper señala que fue un maestro ebanista quien lo convirtió –dadas las dificultades que hallaba al intentar el pulimento francés– en un discípulo de Sócrates (Popper, 1977). Cabe añadir que racionalismo crítico es el nombre de la corriente epistemológica de Popper que él mismo define fundamentalmente como una actitud, como la prontitud a corregir los propios errores y las creencias equivocadas. Es la disposición de apertura a la crítica. En algunas ocasiones la resume con el principio de falibilidad: «quizás yo esté equivocado, y tú puedas estar en lo cierto, quizá con un esfuerzo a la verdad nos acerquemos» (Popper, 1994).
[3] https://youtu.be/9D_iuWRus5g?si=4lqhV-3sv2rxVCCq
[4] Al desencadenarse la primera gran conflagración Popper tenía doce años y veía como sus primos y los amigos de estos se alistaban para morir en combate. También fue testigo entonces de la extrema pobreza reinante en Viena.