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“[se trata de valorizar]…un paradigma relacional que implica el reconocimiento y el respeto del otro, la conciencia de que la supervivencia es un problema que nos incumbe como humanidad y nos involucra como seres sociales. Sus aportes pueden ayudarnos a repensar los vínculos entre lo humano y lo no humano, a cuestionar la noción de «autonomía» que ha generado nuestra concepción moderna del mundo y de la ciencia; a colocar en el centro nociones como la de interdependencia, reciprocidad y complementariedad.”[1]

Esta cita no proviene de un autor o de una autora comunitarista, ni del campo de la Teología. Es una autora del ecologismo y postdesarrollismo latinoamericano situada a la izquierda de las experiencias progresistas latinoamericanas de comienzos de este siglo o de la también llamada Marea Rosa. No deja de llamar la atención que se compartan estas preocupaciones y miradas con otras tradiciones. Pareciera que en tiempos de agudización de la multicrisis global que devalúa los relatos triunfantes del individualismo, del progreso tecnológico y del liberalismo en general pequeñas diferencias se ven opacadas por preocupaciones más profundas. Más aún con la eclosión de la pandemia, donde estos ideales vuelven a ponerse en entredicho.

            La llamada multicrisis o crisis civilizatoria, debido a que es mucho más que una crisis económica o política planetaria y se evidencia como una de todo un modo de vida y acumulación, está estrechamente relacionada con el despliegue de valores y dinámicas centrales de la modernidad, como ser la idea de autonomía, la voluntad de dominio y la ausencia de límites a las pretensiones y dinámica de los actores. Nos hemos acostumbrado a considerar estos elementos como valores inalienables y fundamentales y conceptos-límite tomando como base a seres humanos racionales y saludables. Ante esto, el desafío actual para cualquier posible aprendizaje colectivo en condiciones de globalización es pensar seriamente el estatus de la interdependencia y la vulnerabilidad.

            Justamente aquí reside parte de la originalidad de un autor como el filósofo de origen escosés Alasdair MacIntyre (nacido en 1929) o al menos del texto en el que me quiero detener brevemente y traerlo a esta discusión más amplia y plural:  Animales racionales y dependientes (Paidós 2001), cuyo original es de 1999. Desarrollado a partir de tres conferencias presentadas en 1997, MacIntyre aborda la cuestión de la interdependencia y la vulnerabilidad; aunque el autor prefiere referirse a dependencia a secas.

            Una de las tesis centrales del libro es que a lo largo de su historia, la filosofía moral de Occidente no habría prestado la suficiente atención a la vulnerabilidad y dependencia del ser humano. Esta se basaría en el equívoco de tomar como base de sus reflexiones a sujetos racionales y saludables, olvidando que los seres humanos no sólo son relacionales y necesitan a los otros para desplegar sus virtudes, sino que en muchas fases de la vida son completamente dependientes y vulnerables. Se ha distinguido también entre los dependientes y discapacitados como “ellos” en lugar de como “nosotros”.

            El eje del razonamiento moral recae en la idea de la necesidad del otro ante la certeza de la propia vulnerabilidad, como plantea Alasdair MacIntyre apartándose del lenguaje del individualismo y del ideal de la autonomía y la autorrealización personal. Una necesidad no sólo propia de los seres humanos, sino que -podemos agregar- de los sistemas sociales y de las sociedades que están mucho más interconectados de lo que suele creerse y enfrentan riesgos crecientes que más que autosuficiencia y dominación, hacen patente su condición vulnerable.

            Desde ya que el autor no abomina de la autonomía, o en sus términos, de las virtudes de un “razonador práctico e independiente”. De lo que se trata es de reconstruir y resaltar al menos dos cosas: primero, que se llega a este estadio no como un logro personal sino a partir de las relaciones de cuidado y estimulación que garantizaron nuestra supervivencia y nos sumergieron en una red de interacción y de reciprocidad perdurables; y luego, que esas virtudes y capacidades no les están dadas al humano en exclusiva, sino que se comparten con otras especies que también despliegan toda una red de interdependencias entre sí. La opción por determinados bienes no es entonces fruto de un cálculo estratégico o un asunto de mera simpatía: “Los individuos logran su propio bien sólo en la medida en que los demás hacen de ese bien un bien suyo, ayudándole durante los períodos de discapacidad, para que él a su vez se convierta (a través de la adquisición y el ejercicio de las virtudes) en la clase de ser humano que hace del bien de los demás su propio bien” (MacIntyre, pp. 128-129).

            Tomar en serio la interdependencia y vulnerabilidad como experiencias fundantes de lo humano y del vínculo social deberían llevarnos a repensar buena parte, no sólo de la filosofía moral, sino del propio conocimiento sociológico, justamente uno de los más sensibles a lo relacional, la interacción y el reconocimiento. De este modo, pilares como autonomía, diferenciación y dominación se verían compensados por otros criterios como interdependencia, interpenetración y vulnerabilidad. Criterios que no solo sirven para replantear las relaciones entre humanos sino entre éstos y el entorno natural. Mucho más en un contexto de Antropoceno que borra los límites entre ambos y los pone en situación simétrica.

            Por lo tanto, más que la orientación moderna basada en una proyección hacia adelante, quebrando límites a partir de una ruptura con la tradición y el pasado, el imperativo de la época demanda un ir hacia atrás –una genealogía– y rescatar todo lo que fue relegado, excluido, marginado, no reconocido bajo un proyecto de dominación y por eso mismo no pudo expresarse ni fue tenido en cuenta. No es tanto explorar lo nuevo sino recrearlo a partir de lo que nos dicen esas voces que no fueron escuchadas, esos vínculos quebrados o pretendidamente superados. Se trata de abrirnos al aprendizaje para no repetir el pasado, más que de promover la innovación por destrucción creativa á la Schumpeter.

            Frente al muy moderno despliegue de potencialidades se exige un repliegue basado en la conciencia del límite de nuestra autonomía, diferenciación y dominación. El aprendizaje colectivo se basa en la reflexividad, que no supone intelectualización, sino mirarse al espejo. Es más bien un “todo vuelve” que implica la interiorización de los peligros y riesgos que son crecientemente autogenerados más que amenazas externas. Esto supone dedicarse también a estimar y evaluar las externalidades, los efectos colaterales de las propias acciones y decisiones. ¿En qué consiste precisamente el aprendizaje colectivo? Seguramente no en la adquisición de nuevos conocimientos e información o de adaptación a un entorno complejo, sino básicamente en no repetir el pasado, sobre todo aquellas prácticas y acciones que supusieron un daño a otro y a la convivencia. El sujeto del aprendizaje es entonces una comunidad o una sociedad completa; un nosotros amplio que comparte una experiencia traumática o que al menos no pretende repetir, o bien –como sucede generalmente con la problemática ambiental– anticiparse a una catástrofe futura. 

            El aprendizaje colectivo consiste entonces en una transformación de marcos cognitivos y culturales: una ampliación de la conciencia incorporando nuevos temas, bienes y valores descentrando la visión particular incorporando la de otros/semejantes. Justamente este descentramiento respecto de cualquier subjetivismo y particularismo supone una superación de los ideales de autonomía, diferenciación y dominación. Descansa más bien en reconocer que la vulnerabilidad y la dependencia respecto de otros son rasgos inherentes a la condición humana y no pueden ser concebidas como accidentes que les suceden a otros, sino que nos suceden o nos pueden suceder en cualquier momento.

            En tiempos en que, por un lado, en el ámbito científico se vuelve a poner el foco en lo cognitivo y en la mente individual como unidad de análisis, y, por otro lado, en la cultura política y el espacio público, se vuelve a elogiar la autonomía individual y la supremacía del yo bajo discursos libertarios y meritocráticos, las virtudes del reconocimiento de la (inter)dependencia y la percepción de nuestra propia vulnerabilidad siempre resultan aleccionadoras para no olvidar nuestro limitado poderío así como el daño que su despliegue puede causar en nuestros semejantes y nuestro entorno natural.


[1]     Svampa, Maristella, “Reflexiones para un mundo post-coronavirus”, Nueva Sociedad, abril 2020. https://nuso.org/articulo/reflexiones-para-un-mundo-post-coronavirus/

* El autor es Sociólogo, Universidad del Salvador; Doctor en Sociología, Universität Freiburg, Alemania. Este texto reproduce parcialmente la presentación realizada en el marco del Seminario Derecho, Política y Sociedad en el Mundo Contemporáneo el 13/06/2022 con el título «Interdependencia y vulnerabilidad como contenidos del aprendizaje colectivo. Reflexiones a partir de la obra de Alasdair MacIntyre».

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