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El concepto de pueblo es cotidianamente usado en nuestros días, en los medios de comunicación, en los discursos políticos, en las charlas de café, asados y, por supuesto, en las instituciones académicas. La teoría política nos provee de variadas definiciones, muchas de las cuales pueden encontrarse en algunos (a veces poco productivos) diccionarios de ciencia política que, al igual que el Sistema Internacional de Unidades, pretenden definir este concepto como si estuviésemos hablando de metros, minutos o kilogramos. En este artículo procuraré hablar sobre la cuestión bajo otra perspectiva.

Les propongo por un momento viajar hasta el siglo XVII. Desde hace ya algunos años estoy estudiando las ideas políticas en una serie de movimientos denominados niveladores y cavadores, que tuvieron su momento de fama durante la Revolución Inglesa o Puritana. Se trata de grupos políticos interesantes en cuyas obras es posible advertir algunas preocupaciones y nociones que reaparecerán en tradiciones tan distintas como el liberalismo, el republicanismo, la democracia, el socialismo y el marxismo (sí, aunque parezca raro, todo eso). Justamente, uno de los puntos en que me estoy centrando es cómo estos grupos políticos empezaron a redefinir conceptos como el de pueblo. Existen variadas discusiones al respecto, porque para colmo de males, estos grupos poseían ideas muy heterogéneas y a veces contradictorias. Aquello que deseo resaltar es una concepción particular sobre el pueblo que aparece en sus escritos. Más allá de las diferentes perspectivas que pueden rastrearse en sus idearios, este término en ocasiones se asocia a una interpretación de la historia que se venía desarrollando en la Inglaterra de la época, y que en parte luego se reproducirá en la independencia norteamericana. La misma refiere a lo que se ha dado en llamar el mito normando. Consistía en la creencia de que desde la conquista realizada por Guillermo el normando allá por el siglo XI, se habría instaurado un régimen de semi esclavitud, mediante el cual el verdadero pueblo inglés venía siendo sojuzgado por una clase dirigente foránea y opresora.

Este “relato” estaba acompañado de una consecuencia no menor, referida a la recreación de una serie de entidades que supuestamente eran responsables de esta opresión. Entre las mismas se incluían algunas que resultaban más o menos obvias para este tipo de mentalidad, como podían ser el rey, los Lores y la Iglesia oficial, todos descendientes de los conquistadores normados o creaciones espurias de sus vástagos para esclavizar al pueblo. La religión jugaba acá un papel más que interesante, porque la gran mayoría de estos revolucionarios eran fervientes cristianos (ligados en general a diversas confesiones puritanas), pero eso no les impedía criticar el supuesto uso político-instrumental de la iglesia; más bien se sentían obligados a denunciarlo. Pero la lista no terminaba allí, dado que a estos enemigos del pueblo se sumaban también las corporaciones de oficios y comercio, las universidades, los jueces, los abogados y entidades religiosas que escapaban a las fronteras de Inglaterra, como podían ser los jesuitas. Las corporaciones eran vilipendiadas porque impedían el desarrollo material del hombre común, las universidades porque monopolizaban la verdad, los jueces y abogados porque vivían de un sistema jurídico que era producto de los conquistadores, y los jesuitas porque supuestamente representaban a un poder extranjero que no se condecía con los límites político-territoriales de Inglaterra y con la esencia del pueblo inglés. Los cavadores eran quienes más enfatizaban estos puntos, dada su proyección de un sistema que debía fundarse de la nada, erigido sobre las ruinas del sistema del pasado, propuesta que incluía la abolición completa de la propiedad privada. Los niveladores eran mucho más moderados; de hecho, eran muy críticos de ese “comunismo” de los cavadores, y actualmente se los asocia a germinales tendencias liberales. Pero compartían parte de ese esquema mental, el cual se fundamentaba en la presencia de un pueblo sojuzgado por un grupo de opresores perversos que actuaban tanto en el ámbito político, como en el económico, jurídico, cultural y religioso. Tal vez algún lector ya pueda ir viendo ciertas similitudes con argumentaciones que se escuchan en nuestra Argentina actual.

El pueblo así se configura en parte de esta literatura como un todo homogéneo al cual se oponen una serie de enemigos absolutos que vinieron explotándolo durante siglos y de los cuales había que liberarse. Aquí llegamos al punto principal que pretendo esbozar. Alguno dirá: otro artículo más criticando a los populismos. Sin embargo, intentaré hacer alusión a una gama más amplia de tradiciones de pensamiento político, dado que un esquema como el citado puede rastrearse en varias de ellas. El pueblo visto como un todo con cierto grado de homogeneidad se podría apreciar con diversos (y sin duda muy distintos) matices en la idea de los individuos con libertades frente al Estado, los ciudadanos que tienen el derecho de participar en política y acceder a los cargos públicos, los proletarios que son explotados, los trabajadores que deben reclamar sus derechos, o distintas mezclas de todo lo anterior. Justamente escribí en cursiva esos términos para mostrar la idea de una cierta entidad conformada por partes que son todas iguales entre sí, y cuya homogeneidad no podría fragmentarse ni sectorizarse. Frente a estas entidades homogéneas aparecerían diversos grupos que atentarían contra el bienestar de ese todo esencialmente bueno: las castas de políticos, los burócratas, las “corpo”, el poder financiero, los oligarcas, los burgueses, los “vende patria”, etc. Con esta académicamente impropia enumeración quiero mostrar que son maneras de pensar que podrían darse en tradiciones tan diversas como el liberalismo, el republicanismo, el socialismo, el marxismo y demás. Quizás no sea casualidad que el esquema aparezca en todos estos ismos. Por supuesto que no son todos iguales, pero tal vez compartan esa especie de necesidad muy moderna de querer moldear la realidad según sus premisas «lógicas». Por eso son ismos después de todo.

Nótese además que usé mucho los verbos en condicional, porque los planteos que expuse son generalizaciones y sin duda existen intelectuales dentro de estas tradiciones a los cuales no podría achacárseles ese esquema. Pero ello no impide (aunque implique bastante de osadía) encontrar ciertas “analogías”. Las personas ligadas a tendencias cercanas al liberalismo quizás se quejen por los sindicatos, la burocracia estatal, los movimientos sociales, y así plantean la rebeldía de la «sociedad civil» frente al gobierno cooptado por esas entidades. Parece que «el pueblo» en un sentido orgánico no existiría para estos defensores de cierto individualismo, pero sí la «sociedad civil», en el sentido de un todo (aunque sea mera abstracción) que tendría la capacidad de resistir frente al Estado burocrático. Del otro lado, los ligados a tendencias socialistas, marxistas u otras similares tradiciones, se quejan de las «corpo», el agro, los empresarios, los que juegan con las finanzas, y frente a ello piden la rebeldía del pueblo. Resulta curioso que en ambos “lados” aparece un conjunto de personas, conformado por aquellos que realmente trabajan: unos apuntarían a la sociedad civil que paga impuestos frente a la casta, los otros dirían el pueblo que suda frente a los magos de las finanzas o los empresarios explotadores. Acepto que estoy manejado de manera laxa toda una serie de términos que las ciencias sociales diferencian con tajante seriedad y por los cuales profesores e intelectuales están dispuestos a rasgarse las vestiduras. Pero aclaro que la intención es exponer un cierto esquema que veo repetido en varias aristas de estas tradiciones de pensamiento político.

Por último, deseo marcar un punto que en parte surge como consecuencia de la recreación de esta entidad homogénea: la proyección de otra entidad que vendría a ser la autoridad política que debe gobernar a ese pueblo. Así, frente a la homogeneidad del pueblo debe erigirse un gobierno que en parte sea su reflejo, en una estructura política supuestamente “lógica” y por ende indiscutible, justamente por ser reflejo de esa verdadera entidad que es el pueblo. Estructura política que, por otro lado, varias de esas tradiciones reclaman que debe ser conducida por miembros de ese mismo pueblo. El resultado es en parte la proyección de un artificio para legitimar al sistema. El problema aparece cuando no nos percatamos de su artificialidad, y así surgen políticos, intelectuales, periodistas y demás gurúes de todo tipo, que utilizan este esquema para explicar simplificadamente la realidad. Pensemos solamente en este inocente ejemplo. En las elecciones de 2015 se dijo que el pueblo quiso un cambio, en 2019 que el pueblo se dio cuenta del error al intentar cambiar, en 2021 que el pueblo se dio cuenta del error de creer que lo anterior fue un error, para finalizar en la profecía de que el pueblo ya está lúcido y pasará su factura en 2023. Otro caso puede darse cuando se plantea una supuesta resistencia al sistema, arguyendo que el pueblo debe controlar al gobierno o que debe oponerse a la casta, o que debe hacer tal o cual cosa para que la situación cambie.

Aquello que a veces parece olvidarse es que en el fondo se trata de millones de personas prefiriendo (y eventualmente empoderando) una opción política y otros tantos millones eligiendo otras opciones. Mi critica apunta también a superar tanto un esquema de individualismo metodológico como otro donde se asimile a esos millones de personas a miembros indiferenciables de un todo orgánico que los supera. Porque esas personas no son simples entes que forman una entidad (pueblo, sociedad civil, ciudadanía, trabajadores, etc.), sino que a la vez conforman muy variados tipos de otras entidades como ser cámaras empresariales, sindicatos, ONGs, colegios de profesionales, iglesias, movimientos sociales, etc. Aquello que no debe menospreciarse es que estas “corporaciones” (en el sentido más medieval del término) adquieren una existencia propia. No me refiero a las luchas por el tipo de personería jurídica que pueden adquirir, sino a la influencia real que tienen en la vida de una comunidad. Influencia que se encuentra casi ausente en el derecho político-constitucional, dado que la representación de lo público está monopólicamente concentrada en los partidos políticos (complejo tema que tranquilamente podría abordarse en otro artículo). Tampoco creo que la solución se encuentre en la “saludable” convocatoria de consejos que al final del camino no terminan aconsejando nada o cuyas recomendaciones culminan en una autoridad política sorda, lo cual por otro lado refuerza la impronta de ese gobierno tan homogéneo como el pueblo que supuestamente refleja. Y a esto súmesele toda la gran gama de entidades que sobrepasan los límites de las porosas fronteras del casi vetusto Estado nacional soberano, las cuales también proyectan su influencia en la vida cotidiana.

En resumen, no estoy diciendo que una cierta idea de “pueblo”, o algunas de esas otras entidades que describí en un sentido de homogeneidad, no existan en absoluto. Sólo advierto que la realidad nos demuestra regularmente que los fenómenos sociopolíticos son bastante más complejos que algunas teorizaciones que suelen usarse tanto para describir esa realidad, como así también para justificar o legitimar los arreglos institucionales. Teniendo en cuenta lo expuesto, considero que a veces no estaría mal alejarse un poco de las abstracciones a las cuales nos tienen acostumbrados las teorías políticas (como la del pueblo homogéneo portador de la soberanía), analizar las complejidades de la realidad y, en todo caso, ver cómo los sistemas político-institucionales podrían hacerse eco de estas últimas.

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