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La discusión acerca del liderazgo constituye uno de los temas más relevantes de la historia de la teoría política. Sobre este asunto reflexionaron, por solo nombrar a algunos ilustres nombres, escritores antiguos (Platón, Séneca), medievales (Isidoro de Sevilla, Tomás de Aquino) y modernos (Erasmo, Maquiavelo). La mayor parte de estos escritores se ha detenido principalmente en el estudio de las características propias del gobernante, subrayando por lo general —salvo el caso de Maquiavelo, que en rigor merecería alguna consideración especial— la necesidad de que el príncipe se comporte en consonancia con la virtud fundamental de la justicia. Este último tema puede presentarse en el marco de la tensión entre dos perspectivas: por un lado, la que entiende que el gobernante forma parte de un orden al cual debe respetar —orden que a lo largo de la historia de la teoría política ha sido planteado, como se verá a continuación, en términos muy diversos—; por otra parte, aquella que procura que la voluntad del líder político quede liberada de las limitaciones impuestas por el orden en cuestión.

Comenzando por la primera perspectiva, los teóricos políticos de la época antigua y medieval tenían la convicción de la existencia de un orden objetivo de justicia de carácter natural e impersonal del que el gobernante forma parte y al que debe respetar y someterse necesariamente. Así pues, mientras que en el mundo helénico Aristóteles escribía sobre la dikaion physei o justicia natural —que en contraste con la dikaion nómoi o justicia legal no es por convención sino por naturaleza—, entre los juristas romanos Cicerón empleaba el concepto de ius naturale para definir al derecho que trasciende al ius civile y que a diferencia de este último es universal e inmutable o, en otras palabras, rige al margen de cualquier contingencia espacial y temporal, de modo que es válido en todo lugar y tiempo. Para este jurista romano el gobernante no podría, por ejemplo, promulgar una ley que contradiga los principios de justicia sin exponerse a sufrir graves castigos.

En la Edad Media se prolonga esta línea a través de la fe cristiana: los principios eternos e inmutables de justicia se manifiestan en una jerarquía —expresada más famosamente por Tomás de Aquino— que desciende desde la ley eterna, proveniente de Dios, hasta la ley temporal, fruto de la voluntad de los hombres. En esta concepción, el universo goza de un orden debido a Dios, su creador, que supone que cada cosa se halla perfectamente en su lugar. Análogamente el legislador humano, teniendo en mente semejante orden, debe promulgar leyes que se ajusten a la armonía del universo. A la doctrina medieval de la ley natural se suman otros límites —de carácter un tanto más tangible— a la voluntad de los gobernantes de la época: aparte de la propia ley temporal, cabe mencionar a la autoridad de la Iglesia, las Cortes y la costumbre.

La Modernidad, que en la época del absolutismo —otro tema que ameritaría algún desarrollo más profundo— rompe con el orden medieval precedente, ofrece la figura del soberano legislador, que ya no se halla atado a limitaciones provenientes del orden jurídico-político. No obstante, más pronto que tarde los caminos de la primera perspectiva —es decir, el de la prevalencia del orden impersonal ante la voluntad gubernamental— se multiplican en sentidos diversos. Por un lado, la secularización y consecuente mutación del concepto medieval de ley natural conduce a la afirmación de la existencia de derechos naturales inherentes a cada individuo, que todo gobernante legítimo debe comprometerse a resguardar. La doctrina liberal no solamente procura someter el gobierno al derecho —una preocupación compartida tanto por escritores antiguos como medievales—, sino además que el propio derecho —que se manifiesta cabalmente en una constitución escrita— se ocupe de circunscribir el alcance de la autoridad política, prohibiendo a esta la interferencia en ciertos ámbitos que quedan reservados a los particulares.

Ahora bien, en el siglo pasado se ha gestado una concepción del liderazgo político que exalta la decisión personal del gobernante como fundamento mismo del orden jurídico-político. En efecto, esta mirada reivindica un liderazgo político activo a través de la decisión, que no es otra cosa que un acto de voluntad de parte de un líder concreto. De esta manera, la decisión en cuestión no solo no queda sometida a cualquier principio abstracto de justicia —como podría ser la ley natural—, sino que además se sitúa incluso por encima del propio derecho positivo. Según esta mirada la misma existencia y conservación del orden jurídico-político es debida nada menos que a la acción creadora y conservadora de la decisión personal del líder.

Esta concepción ha sido empleada como fundamento de regímenes comandados por líderes que —bajo la promesa de garantizar un mayor grado de libertad e igualdad a través de una supuesta liberación de la opresión— han instalado gobiernos que subvierten todo orden moral y derecho positivo. En efecto, con el autoritarismo —el abuso del poder— y la corrupción —el enriquecimiento ilícito de ellos mismos y sus allegados— como principales instrumentos, estos regímenes se han impuesto por sobre cualquier freno, tanto en el plano moral como en el jurídico. De hecho, esta clase de liderazgos ha procurado fundar un nuevo orden a su antojo —con autoridades judiciales adictas y la sanción de una nueva constitución en línea con sus intereses—, avasallando al antiguo orden legal que precisamente ponía barreras a los abusos de poder.

El resultado no ha sido otro que el de líderes que, eternizándose en el poder y en algunos casos garantizando de antemano la sucesión, se han beneficiado a sí mismos y a sus allegados a costa del erario, a la vez que han empobrecido, oprimido y embrutecido a la mayor parte de la población sobre la que gobiernan. En definitiva, las normas de carácter moral y jurídico terminaron por quedar sometidas a los caprichos arbitrarios de estos autócratas, que han perjudicado la vida, la libertad y los bienes de los particulares sobre los que gobiernan, así como el normal desempeño de las instituciones, la seguridad jurídica y las inversiones, por solo nombrar algunos de sus daños.

Como se ha visto, cada una de las dos perspectivas genera consecuencias de orden práctico en la vida política de las sociedades actuales: el corolario de la primera mirada —un gobierno sometido tanto a la ley escrita como a principios morales elementales— no es otro que el de un liderazgo de tendencia más bien pasiva que deja actuar —diríase un liderazgo laissez-faire—; la consecuencia de la segunda mirada es un liderazgo de carácter activo, que puede tender a entrar en tensión con el orden jurídico. Desde luego, lo que se ofrece son apenas tipos ideales, puesto que la complejidad del fenómeno político rebasa ampliamente esta clase de modelos simplificados y la realidad da lugar a que estas concepciones puedan presentarse de manera híbrida. En todo caso, una cuestión que merece especial atención es que desde hace décadas que una considerable lista de países se ha debatido al menos una vez entre estas dos alternativas. Esto se debe a que —un tanto paradójicamente— algunos liderazgos autocráticos han emergido en ciertas ocasiones nada menos que de elecciones democráticas. De esta manera, existe la posibilidad de que la subsistencia misma del orden jurídico termine por quedar en juego electoralmente, y así las instituciones queden sujetas a algo tan trivial como la cantidad de votos obtenidos por un candidato.

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