Skip to main content

Introducción

Hace pocas semanas nos despertamos con la noticia de que el gobierno libertario de Javier Milei les había bajado el pulgar a las empresas de medicina prepaga. En primer lugar con declaraciones del ministro de Economía, Luis Caputo, quien llegó a decir que estas empresas le habían declarado la guerra a la clase media, a lo que luego se sumó el reposteo del presidente en su cuenta X de un usuario que afirmaba «El aumento de las prepagas tiene nombre y apellido: Claudio Belocopitt. Este garca maneja el monopolio de las prepagas, básicamente caza en un zoológico y hace lo que quiere”.

El origen de este conflicto estaba dado por el aumento desmedido que, para la visión del presidente y su ministro, habían efectuado las compañías de medicina prepaga que crearon un gran descontento en la sociedad.

Las empresas no se quedaron atrás y respondieron que el problema no eran los aumentos de las cuotas mensuales sino de la inflación, y que ellos no eran formadores de precios, sino que trasladaban a los afiliados los costos que recibían de otros integrantes de la cadena de valor.

Semejante combate dialéctico siguió en los medios de comunicación, y los periodistas y el público entrevistado en los variados canales de televisión tenían distintas visiones, que oscilaban entre prohibir dichos aumentos, atenuarlos o, en muy pocos casos, permitir que el mercado fijara el nuevo valor, pues las prepagas estaban en su derecho –sustentado por el DNU 70/2023– de aumentar las cuotas que cobraban por sus servicios.

El huracán Charley

En su excelente libro sobre la justicia, Michael Sandel nos trae otro ejemplo al respecto, relacionado con lo que vivieron los habitantes de la Florida luego de que el huracán Charley azotara la costa del golfo de México y asolara a la península. Los cuantiosos daños ascendieron a 11.000 millones de dólares.

Pasado el huracán, los habitantes de Orlando descubrieron que el precio de las bolsas de hielo que compraban habitualmente en las estaciones de servicio había subido de 2 dólares a 10. Sin luz, los ciudadanos no tuvieron más remedio que pagar este exorbitante valor para poder mantener frescos muchos alimentos que las heladeras sin funcionar no podían preservar. Arreglo de techos, corte de árboles, generadores eléctricos, etc., habían subido exponencialmente los costos después de la tormenta.

Muchos se enfurecieron. Sandel refiere el titular del periódico USA Today: “Tras la tormenta, los buitres”.[1] El fiscal general de ese estado declaraba: “Estoy asombrado de hasta dónde debe llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan aprovecharse de quienes están sufriendo por un huracán”.

Del otro lado, muchos economistas liberales sostenían que el planteo era absurdo. Que los precios se regulaban por la oferta y la demanda y que si la demanda crecía de esta manera, era lógico que los precios también subieran. Afirmaban que esto traía un movimiento muy beneficioso, ya que provocaba que los productores de hielo, los techistas, los leñadores, etc., de otros estados acudieran rápidamente a trabajar en la Florida y esto aceleraba significativamente el recupero de los daños, que de otra manera podría demorar meses. Que era preferible pagar más caro, pero poder techar una vivienda antes de que las próximas lluvias llegaran a la región.

Un enfoque filosófico al problema

Recurrir a Sandel nos podría ayudar a mirar la coyuntura desde otra perspectiva y entender qué principios filosóficos están en juego cuando tomamos posición respecto de si el Estado debe o no debe intervenir en la fijación de precios en casos como el que estamos analizando.

Nos explica el autor que el debate sobre los precios abusivos se basa fundamentalmente en tres ideas: por un lado, (a) la idea de maximizar el bienestar; por el otro, (b) la de respetar la justicia (dentro de la que se enmarca el principio de libertad); y por último, (c) la idea de promover la virtud. Cada una de ellas apunta a una manera diferente de concebir la política.

Analicemos un poco de qué se trata cada una.

Tenemos a los que piensan que la libertad es un bien preciado que no debe de ser limitado por el gobierno. Aunque a veces haya situaciones en las cuales el mercado no actúe eficientemente y se puedan producir consecuencias no deseadas, finalmente, corrige los desequilibrios, y toda intervención se torna ineficiente en el mediano y largo plazo.

El bienestar también puede ser un elemento a tener en cuenta al momento de dar libertad en la fijación de precios. Largas colas en los hospitales, demora de meses para la adjudicación de turnos, falta de medicamentos, cobro de copagos por parte de los médicos, entre otros factores, hacen que exista una verdadera ficción cuando se afirma que los actuales valores de las cuotas sociales brindan el servicio que la cartilla promete. Este grupo piensa que la fijación de un precio que permita a las empresas de medicina prepaga equilibrar sus cuentas beneficiaría a todos sus afiliados con un mejor servicio y una verdadera cobertura de salud, hoy ya muy deteriorada.

Veamos ahora el argumento de los que sostienen la necesidad de un control del Estado en la fijación de los precios de bienes y servicios.

Los más sólidos argumentos se relacionan con las imperfecciones del mercado. Es muy difícil, en mercados imperfectos –como el de la medicina prepaga–, que haya precios que compitan realmente entre sí. La cartelización es la práctica, en esta y otras industrias de características similares, donde los jugadores son pocos y, en el caso que nos ocupa, la complejidad de mudarse de una prepaga a otra es alta. Por otro lado, la salud es un bien tan preciado para la población, que abandonar la prestación conlleva una carga psicológica muy grande.

Por otro lado, los beneficios obtenidos con una política de libertad y que además apunta al bienestar colisionan en el corto plazo con una gran cantidad de ciudadanos que se ven impedidos de gozar del servicio porque ya no lo pueden pagar.

Todos estos grupos sostienen que es indispensable que el Estado intervenga y defina de alguna manera el nivel de los precios de determinados bienes y servicios.

¿Qué bienes y servicios deberían ser regulados por el Estado?

El problema que surge aquí es cuáles son aquellos bienes y servicios que deben ser regulados. La lista parece simple en el inicio: salud, educación, alimentos básicos, etc. Pero empieza a ser más confusa a medida que avanza el número de bienes a controlar. El Estado ¿debe intervenir en la fijación de salarios entre las empresas y sus trabajadores? ¿El precio de la nafta forma parte de los bienes fundamentales de los ciudadanos? ¿Y el del transporte público? Como vemos, la lista puede ser interminable, y aunque inicialmente nos podamos poner de acuerdo, paulatinamente ese acuerdo se desvanece.

Lo que sucede cuando analizamos más fríamente lo que sentimos con los nuevos valores de la medicina prepaga es que nos indignamos por lo que creemos es un precio abusivo. ¡Se ha cometido una injusticia! Tenemos la sensación, como señala el tuit reposteado por Milei, de que “Belocopitt maneja el monopolio de las prepagas, básicamente caza en un zoológico y hace lo que quiere”.

Nuestra percepción de lo sucedido ha virado de la cabeza al estómago, y esto en política es muy peligroso porque habilita pensamientos y acciones que frecuentemente tensionan los principios democráticos.

Se nos presenta en toda su dimensión el eterno conflicto de promover la virtud desde el Estado. No hay duda de la tensión que existe entre defender ciertos valores, y lo que significa defenderlos desde el Estado. ¿Hasta qué punto un gobierno está capacitado para definir lo que es virtuoso y lo que es vicioso, cuando la mayor de las veces estas decisiones están influenciadas por las ideologías de esos mismos gobiernos de turno? Lo que para un gobierno o un momento político de los países se presentaba como bueno, paulatinamente se convierte en pocos años en algo que hay que cambiar, eliminar, o en un derecho que hay que cercenar.

De pronto, aquellos principios sostenidos de libertad o bienestar colisionan con el argumento de la virtud: la codicia es un vicio que el Estado debe desalentar con toda la fuerza de su autoridad. El párrafo de Sandel que transcribimos a continuación presenta el debate en todo su esplendor.

¿Pero quién juzga qué es virtud y qué es un vicio? Entre los ciudadanos de las sociedades pluralistas, ¿no hay acaso discrepancias por tales cosas? ¿Y no es peligroso imponer juicios relativos a la virtud por medio de leyes?

El eterno dilema de la moralización de la política

Cuando repasamos la narrativa de la campaña de Javier Milei y sus aliados, vemos que el principio de libertad arrasaba con cualquier otra consideración moral. La ley de la oferta y la demanda iba a regir la vida de los argentinos de llegar Milei a ser presidente.

Y Milei fue presidente, y esa libertad total –principio inalienable en la fijación de precios– empezó a desfallecer. El ahora mandatario libertario y su ministro de Economía resolvieron cambiar la consigna de libertad e hicieron renacer el viejo principio que establece que la virtud debe ser impuesta desde el Estado. A los codiciosos como Belocopitt, con su vicio intolerable, para un Estado justo, debe recaerles todo el peso de la autoridad libertaria.

Los votantes más ideologizados de Milei, que festejaban la llegada al poder de un presidente libertario (y así, la cuasidesaparición del Estado), sin duda están viviendo los problemas de una situación contradictoria. Parece ser que el presidente, junto con sus funcionarios de turno (y con sus medidas de intervención en la economía), intentará crear a su parecer una sociedad moralmente justa y definirá quiénes serán los ganadores y quiénes los perdedores en el reparto de bienes y servicios. Las leyes del mercado quedarán relegadas y solo se aplicarán cuando lo conseguido a través de ellas sea lo considerado como lo moralmente justo.

Por ahora, el presidente se atribuye esa función. El Poder Ejecutivo nos va señalando por las redes sociales quiénes son los virtuosos y quiénes los viciosos. Empresarios, políticos y periodistas caen en la redada. ¿Qué otra cosa es, si no, acompañar en las redes sociales a usuarios que definen a un empresario como “garca”?

La trampa en la que han caído muchos seguidores de La Libertad Avanza es pensar que el mercado iba a resolver muchos problemas que en el fondo tienen un sustrato antropológico/sociológico que excede largamente el tema del mercado. No debemos olvidarnos de que toda política descansa sobre una consideración de la persona y de la vida.

El viejo antagonismo amigo-enemigo, revisitado brillantemente por Carl Schmitt, nos recuerda que el conflicto político es inevitable y por lo tanto, no debemos criminalizar a nuestros enemigos y considerarlos moralmente inferiores a riesgo entonces de querer eliminarlos.

La famosa “casta” –como le gusta llamarla al presidente– sintetiza de alguna manera esa mirada de una política viciosa que hay que destruir para que nazca de las cenizas una nueva clase virtuosa.

¿Aceptarán los ciudadanos argentinos esta consigna, cuando no todos coinciden en la apreciación de lo que está bien o lo que está mal?

Referencias

Sandel, Michael J. (2011). Justicia ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona: Random House Mondadori.

Schmitt, Carl (1992). El concepto de lo político. Madrid: Alianza.


[1] https://www.pressreader.com/usa/usa-today-us-edition/20120419/page/12

One Comment

Leave a Reply