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La cuestión del estatuto de la obra de arte ha sido objeto de encendidos debates por parte de filósofos, historiadores, políticos e inclusive los mismos artistas. En su ensayo de 1936, La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, Walter Benjamin se pregunta por la naturaleza del objeto bello en el contexto de la reproducibilidad: fotografía, impresiones de alta definición, el fotomontaje, el cine, la digitalización. Es decir, en la era de la industria cultural, que adapta el arte al consumo masivo y lo desplaza a los “estudios visuales” (Buck-Morss, 2009). Los museos virtuales son desde hace unos años una opción accesible y muy valiosa para disfrutar del arte sin movernos de casa.[1] Pero a los amantes del arte no nos alcanza y queremos contemplar el original, aunque sea oneroso o tengamos que hacer cola. Benjamin nombró aquello único que envuelve al original aura. El aura trasforma por ejemplo una primera edición (firmada) de nuestra obra preferida (los “collectible” de Amazon), en un fetiche o un objeto de culto por el que estamos a dispuestos pagar 10 veces más. ¿Pero qué lo diferencia de su última reimpresión o de su formato digital, si el contenido es el mismo? Benjamin diría: el aura.

El original, o su máxima cercanía, nos pone en contacto con la fuente única que “abre mundo” (Heidegger, 1996, p. 12). Que la obra de arte despliegue o abra mundo significa que pre-anuncia de modo pre reflexivo, pre filosófico y pre científico una nueva percepción, un cambio de cosmovisión; literalmente un mundo nuevo. Todo artista innovador tiene algo de profeta y visionario. Del original podrían surgir corrientes, escuelas, interpretaciones, emulaciones. Eventualmente, dicha apertura de mundo llegará a la palabra escrita, a la reflexión filosófica, a los tratados de historia o a la historia del arte. El cambio perceptivo es literalmente una estética innovadora y una ampliación de mundo. Un ejemplo simple y elocuente, es la aparición de la muerte como tema de la composición después de la peste negra del siglo XIV en Europa. La muerte deja de ser percibida como mero tránsito o pasaje, simple mediación en la que no vale la pena detenerse, sino como destino inapelable: repugnante, pestilente, podrido, desagradable. Motivo prevaleciente es “el encuentro de los tres vivos y los tres muertos”, en los que los vivos rebosantes de salud y despreocupados, se tapan la nariz con sus dedos ante el espectáculo de la procesión de tres cajones abiertos con cadáveres en descomposición.

Estética, que sin escrúpulo traducimos por belleza, proviene del griego aísthesis y significa percepción. Las estéticas de vanguardia en el siglo XIX se desarrollaron al margen del Salón y de los canales oficiales. Los impresionistas pintaron escenas de la vida moderna:  el París de Haussmann, el mundo industrial naciente, el estilo de vida burguesa, las luminarias a gas, la arquitectura de vidrio y hierro, el diseño urbano geométrico. Inicialmente segregados por la Academia, los impresionistas organizaron su propia exposición en 1887. Renoir, Monet, Pissarro, Degas, Cèzanne innovaron respondiendo a un mundo en plena transformación, tras las convulsiones políticas de la guerra franco-prusiana y el levantamiento de la comuna de París. Promediando el XIX Baudelaire plasmó en palabra poética la melancolía, “El spleen de París”, que suscitaba la vida ajetreada de las urbes populosas, la despersonalización, el auge de la mercancía (todo se vende y se compra), las multitudes, la figura del flâneur que deambula sin propósito por las calles, adaptándose al nuevo mundo. En 1863 formuló por primera vez el término “modernidad” y lo asoció a “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”.

Un siglo después Benjamin escribió “El París del II Imperio según Baudelaire” y “París, capital del siglo XIX”. Además de traducir al poeta maldito al alemán, lo identificó como el más grande crítico de la modernidad. Con Benjamin, Baudelaire dejó de pertenecer al romanticismo tardío para ser el poeta moderno, atrapado en las transformaciones colosales de la industrialización, el capitalismo en auge y la supremacía de valores burgueses del París decimonónico. Su “temperamento saturnino” -melancólico- lo condujo a describir París como una ciudad “sumergida” y añorar sus elementos ctónicos, su topografía, el lecho prehistórico del Sena, la ciudadela medieval, el estilo de vida preindustrial. Para Baudelaire, la muerte del arte sobreviene cuando el artista tiene que salir a venderse para demostrar su valía social. Con el mismo tenor, todas las vanguardias estéticas se robustecen al margen y a expensas de los valores de la buena sociedad. J. J Rousseau, inconformista y crítico de la hipocresía social, identificó (“lo que más tarde terminó en llamarse”) el artista como el único individuo gloriosamente indemne del mundo moderno polucionado por el lujo, el comercio, o el relajamiento de las costumbres. El artista es bueno sin ser virtuoso; sensible sin ser sabio; “justifica la sociedad civil al trascenderla” (Strauss, 1971, p. 293). Lo que asevera genialmente Strauss es que Rousseau anticipó (¡en 1750!) el avant-garde y el rol que desempeñaría el artista en el XIX.

Contrario a Baudelaire, Andy Wahrol, el gran innovador del siglo XX con su Pop Art, admitió sin tapujos que todo artista produce para vender, pues lo que más quiere en el mundo es amasar fortuna con su arte. Le tomó el pulso a la sociedad neoyorkina y le vendió su commercial art a precios siderales. Inclusive, como buen negociante, ofrecía a sus consumidores un considerable descuento a cambio de nuevos clientes (Galenson, 2009). Si la posición de Wahrol le produce al lector cierta repugnancia, es porque cerró la brecha entre el artista y el trader, por un lado, y, en consecuencia, entre el objeto bello y el objeto de uso/de cambio, por otro. El nudo del asunto -la naturaleza de la obra de arte- es si su valía la dicta el mercado y si el arte, como cualquier otro objeto manufacturado con cierta destreza por manos humanas, debe circular como mercancía, sujeta al desgaste y al consumo. O si, por el contrario, el objeto es bello (no tiene nada que ver con sus propiedades sensoriales) porque se decide resguardarlo del uso y del consumo, se lo protege en museos para su cuidado y conservación por que es un fragmento de historia, parte del acervo cultural, escorzo del mundo común. Que no sea bello en el sentido vulgar del término (empíricamente agradable, proporcionado, armónico, etc.) podría evidenciarse en el hecho de que la Fuente de Duchamp (una copia, de hecho) es conservada y expuesta en el Museo de Arte de Filadelfia. Amén de que nadie en su sano juicio, salvo por un desborde de filisteísmo social, compraría un urinal para exhibirlo en su hogar. Y de hecho ese era el objetivo del estilo readymade[2] propugnado por Duchamp que a diferencia de Wahrol, no hizo de un urinal una obra de arte para poner a prueba el mal gusto social ni para marcar tendencia. Simplemente parece haberse tratado de una supina provocación al establishment artístico internacional. Duchamp pertenecía al dadaísmo, una vanguardia que se nutría del psicoanálisis, la teoría de los sueños y el descubrimiento del inconsciente. Criticaba el arte fosilizado, ornamental y estéril. Algunos críticos consignan el final de la historia del arte y la muerte del arte mismo a partir de la circunstancia desconcertante de que cualquier objeto puede devenir arte, si el artista así lo quiere.

Que el arte sea un bien de consumo, digerible, intermitente y de poca duración, se observa en las performances y happenings, las instalaciones y el, así llamado, arte efímero para consumo masivo. Para Hannah Arendt (2024), la cultura de masas es solo entertainment pero el objeto bello tiene una naturaleza distinta de la del bien de consumo y del objeto de uso. Lo paradójico es que el artista sigue siendo un productor de útiles, un homo faber, que experimenta su propio límite en la creación artística. Si bien crea con máximo virtuosismo empleando sus propias manos, el escultor, el músico y el poeta hacen cosas del mundo, que no son ni consumptibles ni fungibles. Contrario a los propósitos habituales del faber y su mentalidad técnica, el artista no crea útiles e instrumentos. Aunque podemos usar un cuadro para tapar un agujero en la pared, todos sabemos que no fue hecho para eso.

Fue Benjamin Constant de Rebecque quien acuñó la fórmula l´art pour l´art, en la ciudad de Weimer en 1804, en el marco de una conversación con otro exiliado, Henry Crab Robbinson. (Burwick, 1999, pp. 121-122). Ambos conocían el aporte del romanticismo alemán a la cuestión estética y Constant habría glosado de ese modo el Kunst an Sich (el arte en sí mismo) de Schelling, que suprime toda teleología, propósitos o motivaciones. Es decir, lo sustrajo de las mediaciones instrumentales: el arte por el arte mismo; Ars Gratia Artis; Art for Art´s Sake; l´art pour l´art. En 1936,Walter Benjamin cuestionó como ingenua esta posición que envuelve el arte en un halo de “misterio”, “genialidad creativa” y pretendida supremacía y autodeterminación. Con la destrucción del aura acontecida con las técnicas de reproducción, cambia la naturaleza del arte. L´art pour l´art fue el modo en que el arte reaccionó defensivamente al hecho inapelable de la pérdida de aura (p. 50).

 En La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (2003), escrita para el Instituto para el Estudio del Fascismo, reflexiona sobre lo que ocurre con el arte cuando la tecnología (reproducción en serie, fotomontaje, fotografía, cine) lo vuelve funcional al movimiento de las masas. Mientras que el aura, la originalidad inviolada, lo mantiene inmerso en la tradición y asociado al ritual, su reproductibilidad “demuele el aura” (p. 48), lo libera del ritual y lo acerca a las masas. Ahora, su función social se funda en la política (p. 51) Tanto el fascismo de Hitler, que Benjamin combatía, como el realismo socialista de Stalin usaron del arte para entrenar o domesticar el ojo humano para un nuevo mundo que produciría un hombre nuevo.

Que el arte pueda ser funcional a necesidades políticas es tan viejo como Pisístrato y la introducción del teatro y del culto a Dionisio en Atenas. No olvidemos que para Aristóteles la tragedia y el teatro producían la catarsis de la emocionalidad en los ciudadanos, una experiencia altamente beneficiosa para la comunidad. Ródchenko, que revolucionó la técnica de la fotografía y es considerado el primer diseñador gráfico, trabajó para Lenin hasta que Stalin le cortó las alas a las vanguardias y a la experimentación. Pero las fotos de Ródchenko, los dramas de Esquilo y de Sófocles o el teatro épico de Brecht (híper funcional al partido), se liberan de sus iniciales ataduras políticas, tanto como Baudelaire se libera del opio; Van Gogh de su locura y Pollock de su adicción al alcohol. ¿Acaso su creatividad y genio se desarrollaron a pesar de Lenin, del opio o de la locura? No lo podemos afirmar con total certeza.

Suscita disgusto encorsetar al arte y considerarlo esencialmente funcional a las demandas del mercado o las necesidades políticas (en The Poetic Principle, E. A. Poe tildó a esta circunstancia de “herejía didáctica”). El ¿para qué? y ¿con qué fin? carecen de sentido cuando se trata de arte, a pesar de los gustos políticos y aunque el artista tenga que ganarse la vida de algún modo. Parecería que, cuando es necesario, al arte de la poesía o de la performance se le agrega “el arte de ganar dinero”. George Clooney lo expresó con máxima elocuencia en Inside the Actors Studio cuando dijo que a esta altura de su carrera se daba el lujo de escoger los guiones y decidir qué películas dirigir, producir o protagonizar, pero que la vida se la ganaba vendiendo café: “I sell coffee for a living[3].

Bibliografía

Arendt, H. (2024). “La crisis de la cultura: su significado político y social”. En Arendt, H., La crisis en la cultura. Ocho ejercicios sobre la reflexión política (pp. 209-238). Buenos Aires: Docencia.

Benjamin, W. (2003). La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Mexico: Itaca.

Burwick, F. (1999). “Art for Art’s Sake” and the Politics of Prescinding: 1790s, 1890s, 1990s. Pacific Coast Philology, 34(2), 117–126. https://doi.org/10.2307/1316445.

Buck-Morss, S. (2009). Estudios visuales e imaginación global. Antípoda núm. 9. Julio-diciembre (pp. 19-46).

Galenson, D. (2009). Conceptual Revolutions in Twentieth-Century Art. Cambridge University Press.

Heidegger, M. (1996). El origen de la obra de arte. En Heidegger, M. Caminos de bosque. Madrid: Alianza.

Strauss, L. (1971). Natural Right and History. Chicago & London: The University of Chicago Press.


[1] Por ejemplo, https://www.louvre.fr/en/online-tours

[2] El estilo ready-made (algo que “ya está hecho”) alude un objeto de uso que ya existe, producido industrialmente, pero el artista que lo modifica o lo deja intacto, decide cambiar su naturaleza, y lo eleva a la categoría de arte. Decide mostrarlo como una obra de arte. Puede causar desagrado el arte de Duchamp, pero la mayoría de las obras de arte que contemplamos en museos, eran objetos de uso, antes de decidir resguardarlas y conservarlas: el sable de José de San Martín; la cama de María Antonieta; el testamento de Robespierre.

[3] https://joomla.actors-studio.org/web/videos/inside-the-actors-studio/george-clooney

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