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En una reciente entrada de este blog, Mauro Saiz se refirió a la actual polémica en torno al Decreto de Necesidad y Urgencia 70/2023. Para su análisis, ha focalizado en dos cuestiones tan relevantes como conexas: la de la amplitud de la interpretación constitucional en general y la de los alcances de las nociones de “necesidad y urgencia” que justifican o no un DNU, en particular. El gran mérito de su planteo es que nos permite dar una discusión que incluye tanto a la teoría política como al derecho constitucional, alrededor de la cuestión recurrente en nuestro país acerca de qué significan la emergencia y/o la excepción.

Saiz comienza su escrito citando el artículo 99 inciso 3 de la CN para luego afirmar que:

El gran interrogante consiste en cómo interpretar ese concepto, relativamente indeterminado, de “circunstancias excepcionales”. Hay quienes, con ocasión de los actuales debates, encuentran evidente que en el caso del DNU de Milei no existe tal situación. Y ciertamente puede que lleven razón, pero entiendo que es un error considerar que esto es “evidente” (con la consecuentemente evidente inconstitucionalidad del decreto). Quienes así opinan parecen dar por sentado que es absolutamente claro y preciso el conjunto de condiciones que constituirían ‘circunstancias extraordinarias’ en los términos de la Constitución. Por mi parte, querría defender la postura contraria. En efecto, considero que el texto legal al que nos venimos refiriendo es un excelente ejemplo de la inevitabilidad del trabajo interpretativo en materia jurídica. Por mucho que le pese a la lectura textualista, el que ‘sea imposible seguir los trámites ordinarios’ encierra múltiples sentidos, varios de ellos razonables.

Desde ya, la cuestión es relevante y vamos a intentar abordala en las líneas que siguen.

I. Interpretación constitucional

En forma preliminar, es necesario detenernos en que, detrás de la cuestión específica que trata el texto de Saiz (la validez constitucional del DNU 70/23), también propone una manera general de acercarse a las cuestiones constitucionales: que el “trabajo interpretativo en materia jurídica” es inevitable y, al mismo tiempo, sugiere que el “textualismo” o “lectura textualista” no es el método apropiado, ya que las normas encierran “múltiples sentidos, varios de ellos razonables”.

Una primera respuesta a este enfoque sería qué, aun si concediéramos que en algunos casos existe una necesidad de “interpretar” las cláusulas constitucionales, lo cierto es que ello no habilita a apartarnos del texto constitucional; muy por el contrario, cualquier interpretación posible o “razonable” debe, necesariamente, partir del texto de la norma constitucional. En todo caso, interpretar es volver sobre el texto, no apartarse de él. En este sentido, también es la propia Constitución la que nos da la clave. Puntualmente, en su artículo 28 establece la pauta general para cualquier regulación legal y/o cualquier otra forma de completar o especificar los contenidos constitucionales al establecer que estos “no podrán ser alterados”. No hay discusión en la doctrina ni jurisprudencia constitucional acerca de que este criterio general rige no solo la actividad reglamentaria sino también cualquier forma de establecer criterios o contenidos que complementen la letra constitucional. Incluso la Corte Suprema de Justicia de la Nación así lo ha sostenido inveterada y constantemente en sus sentencias.

De modo tal que allí está nuestro límite a la hora de interpretar la Constitución: no alterar sus disposiciones. Ese es el punto que marcará la “razonabilidad” o no de las interpretaciones y que restringirá su número posible a un margen, en verdad, bastante acotado. Veamos ahora el caso específico del art. 99 inciso 3° de la Constitución Nacional.

II. Las circunstancias extraordinarias en la Constitución

¿Existe un significado constitucional de “circunstancias extraordinarias” que hagan imposible seguir el trámite normal para la sanción de una ley? Sí, existe. Y, en verdad, las interpretaciones razonables posibles no son tantas. Para encontrar ese significado es imprescindible iniciar la respuesta en la primera parte del inciso 3, el cual establece que “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Este inicio del inciso suele pasarse por alto o despacharse sin mayor argumentación, para centrarse en la cuestión de las circunstancias excepcionales y el trámite legislativo que debe seguir un DNU. Esta falta de atención al que es el enunciado central de esta disposición es un error, pues aquí encontramos la regla general que la Constitución consagra y que no es otra que la prohibición de legislar al poder ejecutivo. Es importante remarcar en este punto los términos estrictos y contundentes con los que está redactada esta regla: “en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable”. El enunciado recuerda, por un lado, a quién pertenece primariamente en el reparto de competencias constitucionalmente establecido la función de legislar: al Congreso de la Nación. Y, por otro, remarca en forma tajante que la regla general es que está prohibido para el poder ejecutivo arrogarse esta función, bajo nulidad absoluta de lo actuado. De allí que el apartamiento de esta prohibición es estrictamente excepcional[1]

En el caso de los DNU, dada la prohibición de legislar, las circunstancias que impiden seguir el trámite normal de una ley a las que se refiere la Constitución, deben ser (tal como establece el texto constitucional) “excepcionales”, o sea fuera de la normalidad, no habituales y se debe constatar un impedimento al trámite que normalmente tiene una ley en el Congreso. Si algo está claro es que los más de 800 DNUs que el poder ejecutivo emitió desde que se incorporó la regulación de los DNUs en la Reforma Constitucional de 1994, han transformado indebidamente la excepción constitucional en normalidad política. Todos los presidentes han hecho uso y abuso de los DNUs, como herramientas disponibles para establecer normativa con rango de ley sin tener que pasar por el muchas veces tortuoso trámite que implica la discusión legislativa en el Congreso. Los presidentes argentinos han legislado por medio de DNUs con demasiada frecuencia, apartándose tanto del texto como del espíritu de la normativa constitucional.

Sin embargo, el hecho de que este accionar se haya convertido en una práctica habitual no lo convierte, por esa sola circunstancia, en un accionar constitucional. Hay que decirlo con todas las letras: la enorme mayoría de DNUs dictados desde 1994 a la fecha son inconstitucionales. No solo transformaron en habitual lo que debía ser excepcional, sino que casi todos se dieron en un contexto en el que Congreso se encontraba en funcionamiento, o bien, podría haberse prorrogado su periodo de sesiones o realizarse sesiones extraordinarias. De modo que el “argumento histórico” de que “esto viene haciéndose así desde hace mucho”, utilizado por estos días por los funcionarios que defienden la constitucionalidad del DNU, también cae por su propio peso y en nada define la cuestión constitucional. 

En todo caso, tenemos en Argentina una práctica que fue profundizando la inconstitucionalidad de los DNU, responsabilidad también de un Congreso que naturalizó cierta lógica delegativa y de la tibieza del Poder Judicial en muchos de sus fallos.

Saiz argumenta también que el mismo inciso establece un mecanismo de control de este tipo de decretos, por parte de una comisión bicameral permanente y con la posterior aprobación del Congreso. Aquí es donde entra a escena la Ley n° 26.122 del 2006, vigente en la actualidad, que establece que los DNUs se consideraran aprobados si no son rechazados expresamente por ambas Cámaras del Congreso. Basta entonces el silencio o aval de una sola Cámara para que el un DNU sea aprobado. En esto días, algunos de los principales defensores jurídicos del decreto, como el actual Procurador del Tesoro Rodolfo Barra, han argumentado en esta línea: Un DNU se legitima por medio del Congreso, y es válido hasta tanto este no lo rechace. En su visión, no hay ni hace falta otro mecanismo de control[2].

Como si padeciera de una suerte de “astigmatismo constitucional”, esta forma de argumentar ignora explícitamente la prohibición como regla y la excepcionalidad de su apartamiento. Tenemos entonces que, aunque la redacción del artículo 99 inciso 3 leído completo reduce enormemente las posibilidades interpretativas. En tanto “interpretar” remita a la acción de restituir el sentido de la norma y no a apartarse de ella, no es posible alterar su sentido con consideraciones políticas, sociológicas e históricas. Lo constitucional se encuentra en la Constitución, y no en las prácticas, silencios y componendas entre los poderes que hemos presenciado durante los últimos 30 años. 

En todo caso, 30 años de inconstitucionalidades permanentes en materia de DNUs no se trasforman en una constitucionalidad material o sociológica.

III. ¿Quién decide sobre la necesidad y urgencia constitucional?

Finalmente, Saiz se sumerge en la cuestión de quién decide sobre la excepción:

Suponiendo que aceptamos que la determinación de la emergencia requiere siempre y en todos los casos una interpretación de la realidad y un juicio prudencial, todavía no resulta evidente quién sea la voz autorizada para realizar semejante juicio. Muchos de los críticos de esta postura ven con resquemor la idea de que el propio Ejecutivo pueda decidir, por sí mismo, qué constituye una emergencia y actuar en consecuencia. Si esta fuera toda la historia, ciertamente parecería conllevar un peligro para nuestro esquema institucional, apoyado como está en los mecanismos tradicionales de división de poderes, frenos y contrapesos para limitar su expansión descontrolada. Pero, frente a esta objeción, señalaría dos cosas.

En primer lugar, alguien debe hacer este juicio. En la medida que no puede nunca surgir espontánea y linealmente de la letra de la ley, un actor real deberá en algún punto determinar que una situación dada es, en efecto, una emergencia. En nuestro diseño institucional, los candidatos intuitivos son los tres poderes estatales, aunque sería perfectamente posible imaginar modelos alternativos, donde otro órgano o poder independiente cumpliera esta función. Lo crucial es que no podemos escapar del “momento político” de la decisión, como tantos teóricos han apuntado sobradamente. Quizá podría parecernos preferible que fueran el Legislativo o el Judicial quienes lo hicieran (y esto no es inconcebible), pero como ya los clásicos de la teoría política advertían, el Ejecutivo parece mucho mejor dotado para tomar determinaciones de esta naturaleza.

No obstante (y en segundo lugar), esta no es la historia completa. En esta lectura del art. 99, inc. 3, la Constitución efectivamente le confiere al Ejecutivo la capacidad de “proponer” tal interpretación (“esto es una emergencia”). Acto seguido, le da al Legislativo la capacidad de oponerse a dicha interpretación con una propia (“no, esto no es una emergencia, por lo que rechazamos el DNU”). En este sentido, la constatación de que siempre es necesaria la interpretación política de qué es y qué no es una auténtica emergencia no queda librada al puro arbitrio del Ejecutivo, sino que se da una verdadera pugna de interpretaciones, que podrán ser más o menos convincentes, sostenerse con mejores o peores argumentos. Si uno tiene la iniciativa, el otro tiene la última palabra. ¿Qué es eso sino (una de las posibles configuraciones de) el sistema de frenos y contrapesos? Insisto una vez más: nada en esta dinámica se sale de la Constitución ni la contradice automáticamente, sino que se trata del juego político que la propia Constitución ha construido.

Aunque Saiz advierte correctamente que no es adecuado dejar en manos del mismo poder ejecutivo la determinación de lo que es o no una situación excepcional que amerite la emisión de un DNU, inmediatamente asume que la misma Constitución ha establecido un procedimiento en el cual se resolverían (constitucionalmente) las posibles pugnas de interpretaciones sobre si la situación es una verdadera necesidad y urgencia. El mecanismo de control del Congreso resolvería la situación, avalando o rechazando el decreto. La incertidumbre política sobre la necesidad y urgencia se resolvería políticamente.

Si aceptáramos esta justificación, el resultado teórico y práctico es que el presidente puede dictar todos los DNUs que quiera, de la extensión que considere, en tanto consiga el aval de una Cámara del Congreso. No tendríamos nada que impugnar constitucionalmente al decreto 70/2023 si fuese avalado por una cámara del Congreso, por más que las materias sobre las que quiere legislar sean muy extensas e inconexas. Tampoco a la mayoría de los que se emitieron en el pasado y los que se emitan en el futuro. Simplemente si nos centramos solo en el mecanismo de control del Congreso, no tendría sentido discutir la necesidad y urgencia, pues los DNUs sería, más allá de retoricas oportunistas, herramientas habituales en manos del presidente sin otro requisito que el aval político del Congreso, una cuestión enteramente discrecional de la política, a negociar entre el Ejecutivo y parte del Congreso. La determinación de qué normas pueden o no seguir el trámite del habitual de las leyes se vincularía exclusivamente con la conveniencia política de los actores involucrados y no a si el Congreso puede sesionar para resolver una situación excepcional. Es lo que ha sucedido en los últimos 30 años y es lo que sucede con el decreto 70/2023: las bases y puntos de partida que integran el Decreto son necesarias y urgentes en su mayor parte en términos de la ideología del actual gobierno, no porque el Congreso no pueda reunirse a tratar los temas incluidos en el decreto.

Este razonamiento adolece del mismo “astigmatismo constitucional” que señalamos anteriormente; saltea la prohibición de que el ejecutivo legisle establecida como regla, pues considera que la determinación de la excepcionalidad depende de la voluntad del presidente y el aval (según la actual Ley n° 26.122) de una sola de las Cámaras del Congreso.

Indudablemente, este tipo de interpretaciones han favorecido a que los DNUs sean herramientas habituales en manos del presidente de turno. Por caso, otros gobiernos “interpretaron” que era igualmente necesario y urgente estatizar y no privatizar empresas del Estado, abogando por políticas de Estado diametralmente opuestas a las actuales, echando mano también a los DNUs y a los acuerdos coyunturales obtenidos en alguna de las Cámaras del Congreso.

Es por eso que la necesidad y urgencia, para ser constitucionales, no deben depender de las conveniencias o consideraciones de los gobernantes de turno, pues si así lo hiciéramos, no podríamos evaluar ninguna medida en particular con un criterio que no sea el subjetivo de quien emite el decreto o de quienes le brindan el suficiente apoyo político en el Congreso. No podríamos criticar nada ni de este ni de ningún decreto, salvo por razones ideológicas, como vemos que sucede con este decreto y ha sucedido antes con otros: lo constitucional de un DNU se ha sincronizado indebidamente con la afinidad ideológica o conveniencia política. No es de extrañar entonces que veamos hoy a antiguos paladines del republicanismo liberal, que criticaron DNUs de otros gobiernos por inconstitucionales y cuasi dictatoriales, avalar el Decreto 70/2023[3]. De igual manera, otrora defensores o silenciosos acompañantes de una multitud de Decretos de Necesidad y Urgencia se muestran hoy indignados por la utilización de esa misma herramienta y las facilidades que la ley 26.122 da para la aprobación del Decreto emitido por el por el actual Presidente.

Es por ello que la Constitución no debe ser entendida como una herramienta dúctil en manos de circunstanciales gobernantes, maleable por vía de interpretación, sino en un instrumento que organiza la vida en común de una comunidad bajo ciertas reglas y principios que todos debemos cumplir, que no pueden ser “alteradas” a piacere bajo el argumento de que necesitan ser interpretadas.

IV. Conclusión: un camino de reconstitucionalización

Es claro que el actual gobierno ha profundizado una práctica ya establecida, innovando solamente tal vez en la extensión de las materias del decreto, pero avanzando apenas un paso más en una práctica inconstitucional ya instalada. Ante este escenario, lo verdaderamente necesario y urgente es avanzar en un camino de re-constitucionalización, lo que hace imprescindible recordar la prohibición general de legislar que pesa sobre el poder ejecutivo en la letra de nuestra Constitución Nacional. La utilización de los DNUs debe volver a ser verdaderamente excepcional, lo que requerirá que los poderes constituidos reorienten sus prácticas y retomen el sentido completo de la regulación constitucional contenida en el artículo 99 inciso 3° de la CN.

El Poder Judicial, como agente de control de constitucionalidad y, en última instancia, nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación, tal vez puedan realizar un aporte valioso, al expedirse DNU 70/23 y, por añadidura, de la Ley 26.122. Esta ley establece hoy un pseudo mecanismo de control, que lejos de haber sido diseñado para resguardar la excepcionalidad de los DNUs, fue intencionadamente redactada para burlar esa regla constitucional. No hay que ser un avezado jurista para advertirlo, pues ello surge de su simple lectura. Así porque esta ley dispone, casi irrisoriamente, que lo que deba ser votado expresamente sea el rechazo, y lo sea por ambas Cámaras. Es decir que mientras que el presidente alcance el apoyo político de (una parte de) una Cámara, los DNUs regirán indefinidamente, como lo han hecho casi todos los anteriores DNUs emitidos, ya que ninguno de ellos ha sido expresa y tempestivamente rechazado por las dos Cámaras del Congreso. La anomalía constitucional que esta ley ha generado es tan grande que hoy tenemos vigente una enorme cantidad de normas con rango de ley que no han sido aprobadas por ambas cámaras del Congreso.

Políticamente, quienes se sientan afines al actual gobierno y al Decreto 70/2023 podrán decir que estas críticas a la constitucionalidad del DNU se dan también por conveniencia política: “¿Justo ahora se critica una práctica de 30 años, que ha utilizado todos los presidentes?”. Sin embargo, aunque ese pueda ser el caso de muchos opositores que pensaban muy diferente sobre los DNUs cuando eran oficialismo, lo cierto es que no hay mal momento para, preferiblemente con honestidad y coherencia intelectual, cuestionar una práctica inconstitucional. Nadie tiene derecho a violar la constitución porque otros lo hayan hecho primero.

Finalmente, la propuesta interpretativa de Saiz puede hacer colapsar la frontera entre poder constituyente y poderes constituidos, con el peligro de que la interpretación constitucional se trasforme en una vía expedita para reformar la Constitución sin seguir el procedimiento establecido por ella, en manos del poder político de turno. 


[1] Es preciso remarcar que la prohibición de legislar al poder ejecutivo no está contenida una sino dos veces en la Constitución, pues además de encontrarse en el inciso 3° del artículo 99, también está incluido, con idéntica redacción, en el artículo 76 que, por regla, también prohíbe la delegación legislativa.

[2] https://www.perfil.com/noticias/periodismopuro/barra-el-presidente-no-puede-hacer-lo-que-quiere-el-congreso-puede-derogar-el-dnu-y-va-a-encontrarse-finalmente-con-el-rechazo-electoral.phtml

[3] https://twitter.com/fargosi/status/1743589940556943542?s=48&t=p5XVxTzcnCPuSQo8ZWT30Q

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