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“… I do not mean, Sir, to commend the superior morality of this sentiment, which has at least as much pride as virtue in it; but I cannot alter the nature of man”.

Edmund Burke

Quiero comenzar estos apuntes recordando una célebre cita del Federalista 51 en que viene a cifrarse a la vez una concepción de la naturaleza humana y de la naturaleza del poder. Dice Madison: “Si los hombres fuesen ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernasen a los hombres, ni los controles externos ni internos al gobierno serían necesarios. Al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres para hombres, la gran dificultad consiste en esto: primero se debe facultar al gobierno para controlar a los gobernados y en segundo lugar obligarlo a que se controle a sí mismo”. A lo que agrega seguidamente: “La dependencia del pueblo es, sin duda, el control principal sobre el gobierno, pero la experiencia ha enseñado a la humanidad que se necesitan precauciones auxiliares”[1].

¿A qué precauciones aludía Madison? A la doble distribución del poder entre los departamentos ejecutivo, legislativo y judicial, por un lado, y entre el gobierno federal y los gobiernos estaduales, por otro; a la división del legislativo en dos cámaras; al fortalecimiento del ejecutivo mediante el uso del veto o su alianza con la rama más débil del legislativo; a la dispar duración de los mandatos, y, finalmente, a la ventaja que la unión federal suponía al permitir, dada su escala territorial, que los intereses de la sociedad se multiplicaran entorpeciendo la formación de mayorías opresoras o aun la posibilidad de que una mayoría presente vulnerase derechos de mayorías futuras. A lo dicho podría añadirse la importancia asignada a la independencia del poder judicial como garante de la constitución, conforme el detenido análisis de Hamilton en FE, 78 y 79.

 Sin embargo, para el tema que nos ocupa, más reveladora resulta la afirmación que precede a la cita antedicha, según la cual “la mayor seguridad contra la gradual concentración de los diversos poderes en un mismo departamento consiste en proporcionar a quienes administran cada departamento los medios constitucionales y los motivos personales para resistir las usurpaciones de los otros”. “La ambición –continúa Madison– debe estar dirigida a contrarrestar a la ambición. El interés del hombre debe estar conectado con los derechos constitucionales del puesto. Puede hacernos reflexionar sobre la naturaleza humana que tales mecanismos deban ser necesarios para controlar los abusos del gobierno. Pero ¿qué es el gobierno en sí mismo sino la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana?”.

 Retengamos la fórmula: “medios constitucionales” y “motivos personales”. La primera expresión remite evidentemente a las precauciones señaladas. ¿Cabe agregar a estas la representación del pueblo por diputados de su elección entendida como uno de los “poderosos medios” (FE 9) disponibles para atenuar las imperfecciones del gobierno republicano? La respuesta ofrece dudas. En efecto, en FE 10 Madison sostiene que la democracia representativa o “república” es mejor que la democracia directa o “pura”, porque en ella las “perspectivas públicas” se ven “pulidas y ampliadas” al pasar por el tamiz de “un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya sabiduría puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia harán menos probable su sacrificio ante consideraciones parciales o temporales”. De este modo, el riesgo de que una facción dominante avasalle a las minorías al arrogarse para sí la interpretación del public good se vería sorteado como consecuencia, precisamente, de esa mediación. No obstante, el mismo párrafo arroja enseguida “un balde de agua fría” (Epstein) a lo escrito al contemplar la posibilidad inversa de que “hombres con temperamentos facciosos, prejuicios locales o planes sinestros puedan, mediante intriga, corrupción u otros medios, obtener primero los votos para luego traicionar los intereses del pueblo”.

Quiere decir entonces que para Madison la república puede servir tanto para representar como para traicionar los intereses de los electores. Razón por la cual se podría presumir que su intención es menos manifestar su confianza en la idoneidad de representantes capaces de autocontrolarse que socavar, por “razones más fundamentalmente democráticas” (Garsten), la idea de que ellos puedan representar adecuadamente al pueblo, presunción que a la vez permitiría explicar lo siguiente. En primer lugar, el argumento de Madison en torno a los beneficios que, en materia de representación, implica la solución federal al redundar en un incremento de candidatos entre quienes elegir y, más aún, de electores capaces de prevenirse de sus “artes maliciosas” (FE 10). En segundo lugar, su defensa en FE 57 de “la restricción impuesta por las elecciones frecuentes” como la previsión más eficaz para disuadir a los representantes de adoptar medidas opresivas al recordarles hasta qué punto dependen del pueblo para ver renovados sus mandatos. Finalmente, el hecho de que en el mismo artículo Madison apele above all, por encima incluso de la constitución y las leyes, al espíritu “vigilante” del pueblo norteamericano (“un espíritu que nutre a la libertad y a la vez es nutrido por ella”) para disuadir a los legisladores de sancionar, por ejemplo, excepciones legales en favor propio o de una clase en particular de la sociedad.

Por añadidura, al preguntarse en FE 58 si el número de miembros de la cámara de representantes debería aumentar en proporción directa al incremento de la población, Madison responde: “cuanto más numerosa es una asamblea, sean las que fueren las personas que la compongan, se sabe que más fuerte ha de ser el ascendiente de la pasión sobre la razón […] La apariencia que el gobierno adquiera podrá llegar a ser más democrática, pero el espíritu que lo anime será más oligárquico. La maquinaria habrá crecido, pero los resortes que la mueven serán menores en número y frecuentemente más secretos” (la cursiva es mía). En rigor, el párrafo servía de remate a un argumento que comienza a esgrimirse en FE 55 acerca de la relación entre cantidad de representantes y población, donde se afirma sin ambages: “En todas las asambleas numerosas, cualquiera sea su composición, la pasión nunca falla en arrebatar su cetro a la razón. Aun si cada ateniense hubiera sido un Sócrates, cada asamblea ateniense habría resultado una turba”.

En cuanto a los “motivos personales”, aparte de la ambición propia de quienes aspiran a funciones de gobierno, Madison alude en FE 57 a la común sensibilidad para “los honores, las muestras de favor, estima y confianza” y aun a otros motivos de naturaleza “más egoísta” como el “orgullo” y la “vanidad”. Asimismo, en FE 72, dedicado a la defensa de la reelección presidencial, Hamilton menciona el deseo de verse recompensado (“uno de los incentivos más poderosos de la conducta humana”) junto al “amor por la fama” (la “pasión dominante de las mentes más nobles”) que podría inducir a un gobernante a emprender, con la perspectiva de completarlas, acciones de largo aliento en favor público haciendo coincidir, de esta suerte, sus aspiraciones personales con su deber.

En el citado FE 10, Madison desliza un comentario sobre el carácter “falible” de la razón humana y la conexión entre esta y el “amor propio”. Por su parte, en FE 15 Hamilton asevera que los gobiernos han sido instituidos “porque las pasiones de los hombres no se conforman sin coerción con los dictados de la razón y la justicia”. Además, se refiere al “amor al poder” que lleva usualmente a las autoridades a negarse a ser controladas en sus acciones, hecho que atribuye a la misma “constitución de la naturaleza humana”. Finalmente, entre otras tantas referencias, podría recordarse la afirmación de FE 50 cuando, a propósito de la probabilidad de que una infracción a la constitución sea a futuro revisada mediante una consulta popular, Madison señala que la expectativa de esa “censura pública” resulta en rigor “una restricción demasiado débil para apartar al poder de los excesos a los que puede verse urgido por la fuerza de los motivos presentes”.  

De todo lo precedente podemos inferir que la propuesta política de El Federalista está fundada en una visión del ser humano “tal como es” –a very variable being, diría Hume–, “sin halagar sus virtudes ni exagerar sus vicios” (Hamilton, FE 76) ni aspirar a volverlo, como Rousseau, “tal y como se necesita que se[a]”. Puesto de otra manera, se trataría de una lectura mayormente basada en el paradigma del interés como “motivación central humana” (Béjar), en lugar de otro paradigma, el de la virtud ciudadana, más bien ajeno a las coordenadas históricas de la moderna sociedad comercial (absorbida in the pursuits of gain, según se lee FE 8) y con respecto al cual el autointerés, impulsado por una gran variedad de sentiments and views (FE 10), obraría como “pasión compensadora” (Hirschman).

Regresemos a FE 51 donde, con relación a la división de poderes, Madison señala que esa “política de suplir, por medio de intereses rivales y opuestos, la ausencia de mejores motivos puede rastrearse en todo el sistema de los asuntos humanos, tanto privados como públicos”. Martin Diamond considera a esta frase la “más notable y reveladora” de los Federalist papers. Con todo, cabe preguntarse si aun cuando no pueda hablarse de una apelación a esos better motives resultantes de una moralidad cívica superior, afirmaciones como la citada aquí sobre el papel insustituible del espíritu “vigilante” del pueblo podría servir para matizar esa apreciación, demostrativa de cierto escepticismo moral. Después de todo, en FE 57 Madison escribe que si bien “la ingratitud es un tópico común con que se declama contra la naturaleza humana” (existiendo de ella ejemplos “demasiado frecuentes y flagrantes”), la sola mención de la “universal y extrema indignación” que ella inspira probaría de suyo “la energía y el predominio del sentimiento contrario”. Y, por lo demás, será el propio Madison quien, en un discurso en la cámara de representantes de junio 1788, invoque el “principio republicano” según el cual “el pueblo debe tener virtud e inteligencia para elegir hombres de virtud e inteligencia”. “¿No tenemos hoy virtud entre nosotros? –se pregunta. Si no la hay, estamos en una penosa situación. Ningún control teórico, ninguna forma de gobierno nos dará seguridad. Suponer que, sin ninguna virtud por parte del pueblo, cualquier forma de gobierno asegurará la libertad y la felicidad es una idea quimérica”[2].

Hampsher-Monk sugiere no “sobresaturar” la interpretación de que en los Federalist papers se habría abandonado del todo la preocupación republicana por la virtud política. “El deber, la gratitud, el interés y la ambición misma son las cuerdas con que [los representantes] estarán atados a la simpatía y fidelidad para con la gran masa del pueblo”, leemos nuevamente en FE 57. Lazos que Madison creía insuficientes para controlar el capricho y la maldad humana, pero todo lo más que los gobiernos podían admitir y la prudencia humana concebir. De ahí la relevancia de este párrafo de FE 55, concerniente a la necesidad de evitar “una suspicacia ciega y sin límites” al presuponer la corrupción inevitable de los distintos miembros del gobierno. Dice: “Así como hay un grado de depravación en la humanidad que requiere cierto grado de circunspección y desconfianza, también existen otras cualidades en la naturaleza humana que justifican cierta porción de estimación y confianza. El gobierno republicano presupone la existencia de estas cualidades en mayor proporción que cualquier otro. Si las descripciones debidas al celo político de algunos de nosotros fueran fieles retratos del carácter humano, la conclusión sería que no hay suficiente virtud entre los hombres para auto gobernarse, y que solo las cadenas del despotismo pueden evitar que se destruyan y devoren unos a otros”. Parejamente, Hamilton sostiene en FE 76 que “la suposición de una venalidad universal en la naturaleza humana es poco menos que un error tan grande en el razonamiento político como suponer la rectitud universal”. “Virtud y honor” se reparten la humanidad, aduce Hamilton, aun en períodos de creciente corrupción en los cuales es posible encontrar individuos cívicamente comprometidos. Siendo así, la república no puede contentarse con la aceptación pasiva del egoísmo y la falibilidad humana, correspondiendo a sus instituciones ofrecer el necesario “apoyo motivacional” (Hampsher-Monk) para disuadir a los gobernantes de exteriorizar sus vicios.

En cuanto a la naturaleza del poder, se advierte también una lectura recelosa que en mi opinión se comprende por el hecho de que conecta el interés humano con los atributos constitucionales. De ahí en parte la dificultad de pensar que la política puede por sí sola arbitrar entre motivaciones egoístas esparcidas tanto en gobernantes y gobernados. Una lectura, además, que identifica en la naturaleza del poder una lógica expansiva (“todo hombre que tiene poder tiende abusar del poder”, según la célebre fórmula de Montesquieu) [3], evidente en las varias alusiones de Publius (i. e., FE 48) a su carácter potencialmente invasivo o usurpador, a falta de controles adecuados.

Se trata, en cualquier caso, de lecciones imperecederas que, más allá del contexto inmediato en el que se inscriben, nos interpelan hoy en tiempos en que nuestros comportamientos políticos dejan traslucir no solamente nuestra imperfecta naturaleza humana sino el modo como estas imperfecciones se exacerban con el ejercicio mismo del poder por parte de gobiernos incapaces de limitarse a sí mismos.

Referencias

Bejar, Helena (2000). El corazón de la república. Barcelona, Paidós.

Burke, Edmund (1999). “Speech on Conciliation with the Colonies”. En Select Works of Edmund Burke. A New Imprint of the Payne Edition. Foreword and Biographical Note by Francis Canavan. Vol. 1. Indianapolis: Liberty Fund. Recuperado de https://oll-resources.s3.us-east-2.amazonaws.com/oll3/store/titles/796/Burke_0005-01_EBk_v6.0.pdf

Constant, Benjamin (2013). Una Constitución para la República de los Modernos (Fragmento de una obra abandonada sobre la posibilidad de una Constitución Republicana en un gran país. Sánchez-Mejía, María Luisa (ed.). Madrid: Tecnos.

Diamond, Martin (1993). “El Federalista”. En Strauss, Leo y Cropsey, Joseph (comps.), Historia de la filosofía política. México. Fondo de Cultura Económica.

Epstein, David (1987). La teoría política de El Federalista. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano

Garsten, Brian (2009). “Representative Government and Popular Sovereignty”. En Shapiro, Ian et al (eds) Political Representation. New York, Cambridge University Press.

Hamilton, Madison y Jay (2001). The Federalist. Carey, George y McClellan, James (eds.). Indianapolis: Liberty Fund.

Hampsher-Monk, Ian (1996). Historia del pensamiento político moderno. Los principales pensadores políticos de Hobbes a Marx. Barcelona, Ariel.

Hirschman, Albert (1978). Las pasiones y los intereses. México, Fondo de Cultura Económica.

Hume, David (1987). “Of the Origin of Government”. En Essays, Moral, Political, and Literary, Miller, Eugene (ed.). Indianapolis, Liberty Fund.

Madison, James.  “Judicial Powers of the National Government”. Recuperado de  https://founders.archives.gov/documents/Madison/01-11-02-0101

Manin, Bernard (1994). “Checks, balances and boundaries: the separations of Powers in the constitutional debate of 1787”. En Fontana, Biancamaria (ed), The Invention of the Modern Republic. Cambridge University Press.

Montesquieu (1869). De l’esprit des lois. Paris: Garner Frères.

Rousseau, Jean-Jacques (2021). Discurso sobre la economía política. Madrid. Tecnos.

Staël, Madame de (2017). Consideraciones sobre la Revolución francesa. 25 años decisivosde la historia de Francia y de Europa en primera personag. Barcelona: Arpa editores.


[1] Algunos pasajes de este trabajo retoman argumentos expuestos en Enrique Aguilar, “Acerca de la democracia contemporánea: división de poderes, representación política y compromiso constitucional”. Laissez-Faire, Nros. 52-53, Universidad Francisco Marroquín, Ciudad de Guatemala, marzo-septiembre 2020. En adelante, las referencias a El Federalista se indicarán con la abreviatura FE y el número correspondiente. Todas las citas procedentes de fuentes en inglés son de mi traducción.  

[2] Recuérdense, en un sentido similar, estas palabras de Constant: «Es una simpleza, sin duda, elogiar a una constitución diciendo que funcionaría perfectamente si todo el mundo estuviera de acuerdo en acatarla; pero no lo es el decir que, si basáis vuestras objeciones en la suposición de que nadie querrá respetar la constitución y que todos se complacerán en violarla sin motivos, o según proyectos muy improbables, podréis fácilmente demostrar que ninguna constitución puede subsistir. La posibilidad de una conspiración está siempre presente: lo que se ha de saber es si existen barreras morales que se opongan a ello».

[3] Dijo también Mme. De Staël que “el poder tiende siempre a depravar a los que lo poseen”. Sin embargo, se podría consignar aquí otro matiz si tomamos en cuenta que para Montesquieu “la idea de imperio y dominación” no se encuentra en estado natural, sino que surge una vez establecidas las sociedades, cuando comienzan a existir motivos para atacarse y defenderse. Hasta qué punto esta formulación, expresamente dirigida a Hobbes, es una manera de sortear por parte del autor la discusión sobre el origen de la sociedad y los gobiernos, es motivo de discusión que excede los objetivos de este ensayo.

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