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En esta nota el autor se pregunta qué «visión», en términos de Sowell, moldea el «modelo de la libertad» que propugna Milei.

En una obra titulada Conflicto de visiones (1987), el economista norteamericano Thomas Sowell distinguió las visiones «restringidas» de las «no restringidas». Se trata de una clasificación igualmente aplicable a visiones morales, económicas, políticas, religiosas, etc., que contribuye a explicar algunas de las controversias existentes en esos variados campos.

Para Sowell, una visión es la percepción que tenemos acerca del funcionamiento del mundo. Es el fundamento preanalítico sobre el cual una teoría descansa, el elemento subyacente que modela “en silencio” nuestros pensamientos; un mapa, podría afirmarse también, que, si no reemplaza la realidad, nos permite al menos orientarnos en ella. “Se parece más a una corazonada, a un pálpito –dice Sowell–, que a un ejercicio lógico o una verificación fáctica”. Precisamente, son estos últimos los que se alimentan de “la materia prima” que cada visión provee.

Dentro de la visión restringida Sowell incluye, entre otros, a Adam Smith, Burke, Madison, Malthus y, más acá, a Hayek o Milton Friedman. Dentro de la visión no restringida menciona, también entre otros, a Godwin, Voltaire, Paine, Condorcet, Owen, Rawls y Dworkin. El proceso de independencia y organización constitucional de los Estados Unidos se inscribiría mayormente en la primera visión. La revolución francesa, en cambio, en la segunda. Entre los casos intermedios o “híbridos”, Sowell no vacila en ubicar a Marx y a John Stuart Mill.

Si bien son muchas las diferencias que median entre ambas visiones, señalaré solo unas pocas que afectan especialmente a los debates políticos. En primer lugar, en la visión restringida todo intento de transformar la naturaleza humana o revertir sus limitaciones resulta baldío. Dado que no somos ángeles y que nuestras pasiones no se conforman fácilmente con los dictados de la razón ni las reglas de justicia, las instituciones se vuelven necesarias. La prudencia desempeña en esta visión un rol fundamental: circunscribe el lugar de los principios. Gracias a esta virtud transigimos, o cuando menos nos permitimos dudar. No buscamos soluciones definitivas y aceptamos que el conocimiento es necesariamente fragmentario y disperso: el resultado de una experiencia social, no de una inteligencia ordenadora.

Por eso, quien observa la realidad desde una visión restringida sabe que lo óptimo es enemigo de lo bueno. No se aferra ciegamente a lo establecido. En cambio, prefiere las innovaciones graduales, desconfía de la racionalidad abstracta y considera que a lo sumo somos capaces de “iniciar procesos” a partir de un conjunto de principios coherentes, pero cuyas consecuencias nos son en gran medida impredecibles. Según esta visión, el ámbito de discernimiento es la propia sociedad, conformada por millones de individuos –más o menos egoístas o altruistas– y proyectos de vida de inocultable variedad.

Para la visión no restringida (que Sowell llama también “racionalista”), el discernimiento corresponde más bien a la autoridad, a quien se atribuye la capacidad concentrada de alcanzar un óptimo colectivo. Los ideales pueden más que sus condiciones de realización y el precio a pagar por su consecución. La fe depositada en la razón lleva además a pensar que, reformando las costumbres y eliminando los prejuicios, el futuro dejará de ser “una maraña de complejidades desconcertantes”.

Quien sostiene esta visión ama la simetría. A menudo, como diría Adam Smith, «está tan enamorado de la supuesta belleza de su plan ideal de gobierno que no puede soportar la menor desviación de ninguna de sus partes». Desprecia la tradición y pretende que la organización social se ajuste a los dictados de la lógica. “Donde Burke veía belleza, Bentham veía fealdad”. Con esta frase alusiva, respectivamente, a dos célebres exponentes de las ramas conservadora y utilitarista del liberalismo anglosajón, Timothy Fuller condensó anticipadamente el conflicto de visiones de Sowell.

La clasificación de Sowell es desde luego transversal a distintas tradiciones de pensamiento. Por lo mismo, también cabe aplicarla al interior del liberalismo, salvo que creamos que lo que algunos consideran la corriente principal de este ideario (la llamada tradición del orden social espontáneo, con epicentro en la ilustración escocesa) agota todo el abanico. Como en ese caso, ciertamente, dejaríamos media biblioteca afuera, me parece lo más correcto reconocer que, dentro de esta gran familia intelectual donde conviven mal o bien numerosas ramas, también encontramos enfrentadas las dos visiones de Sowell, en sus diferentes gradaciones.

La distinción de Vicente Fidel López entre un liberalismo de fines y un liberalismo de medios, que Natalio Botana recordó en un inolvidable ensayo, podría asimismo traerse a colación para ilustrar ese conflicto e interrogarse, de paso, sobre cuál de ellos predomina hoy entre nosotros. El primero, voluntarista y deductivo; el segundo, respaldado en la experiencia y la evolución histórica. La pretensión de rehacer la sociedad a partir de un momento cero, más ajustada a una ética revolucionaria que reformista y rayana en lo que Hayek llamaba “individualismo falso”, es sin duda reveladora de ese liberalismo de fines o no restringido, tantas veces aliado en nuestras latitudes con medios iliberales o lisa y llanamente autoritarios.

¿Cuál de las visiones de Sowell moldea el «modelo de la libertad» que propugna Milei? ¿Qué hay detrás del mega DNU y la «ley ómnibus»? ¿Un liberalismo de fines o de medios? Quizá resulte prematuro ensayar una respuesta. Sin embargo, una buena dosis de engreimiento y alarde de infalibilidad, la aparente creencia de que en politica el diálogo es casi el producto de una concesión personal, la nula afición por los matices, junto a la vocación fundacional que caracterizó a la campaña y caracteriza aún a las primeras decisiones de gobierno, ofrecen más que una pista.

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