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La presente reflexión nace de la lectura de un pequeño libro titulado “La suerte de haber nacido en este tiempo” de Fabrice Hadjadj (1977- ), filósofo, escritor y profesor francés.

El objetivo de la misma es seguir indagando sobre el rol de la Iglesia Católica en este mundo y el aporte del humanismo cristiano al debate público. Asimismo, me pregunto por la fecundidad de dichas ideas en este tiempo, el rol de la política y la cultura.

Sobre el libro

“La suerte de haber nacido en este tiempo” es un pequeño libro que recoge las reflexiones presentadas por Fabrice Hadjadj en el III Congreso Mundial de movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades el 20 de noviembre de 2014 y un conjunto de observaciones posteriores a los atentados «de enero» (se refiere a los atentados de Charlie Hebdo) y la publicación de la Encíclica Laudato Si (mayo 2015)

Es una reflexión dirigida a creyentes (y más puntualmente, antes de la publicación del libro, dirigido a miembros de la Iglesia Católica). Con un lenguaje que combina la mirada de fe, pero también integra la filosofía y la sociología, el autor busca presentar algunos “signos de los tiempos”, vale decir, desafíos de este tiempo: a) la urgencia de volver a los fundamentos porque «ha llegado el fin de todo progresismo», b) la cuestión ecológica y la relación entre el hombre y la naturaleza, c) la cuestión de la tecnología y «los medios», d) la pérdida de sentido de la materia (y con ello el lugar que ocupa el cuerpo humano), e) el individualismo y f) la emergencia de «la defensa de Dios» como fórmula mágica. El análisis de estos desafíos es la lectura de “nuestro tiempo” que el autor también concibe como un don de Dios, como el tiempo que nos ha tocado vivir. Leer «este tiempo» y penetrar esta realidad en todas sus dimensiones es una forma de estar en el tiempo, de ser parte de la historia “sin perderse en “utopías futuras o nostalgias conservadoras”.

Las preguntas que emergen frente a este planteo son las siguientes: ¿Todos comprenden este lenguaje y estos fundamentos? ¿Son estos argumentos algo novedoso y necesario en el debate público? ¿De qué manera estos planteos deben interpelar a los ciudadanos creyentes (y mas aún a los ciudadanos creyentes con vocación política)?

Evidentemente Hadjadj tiene claro este punto. Por tanto, casi de forma propedéutica, antes de desarrollar los “signos de los tiempos” dedica unos párrafos a la distinción entre “misión cristiana” y “propaganda ideológica”. Quisiera focalizar la reflexión que sigue a modo de diálogo con esta sección del texto, dejando de lado las importantes observaciones que realiza el autor entorno a nuestro tiempo.

Una distinción fundamental para el humanismo cristiano del Siglo XXI

¿Es lo mismo volverse hacia Dios, pertenecer a su Iglesia, que adherirse a un partido (político)? Esta es la primera pregunta que se hace el autor en su libro, pregunta que todo creyente pudo haberse realizado frente a la vocación política o frente a un llamado al compromiso político en algún contexto particular. Es la pregunta por el lugar que ocupa la religión en el espacio público y por el papel que juega como motor que anima e informa la vida de las personas.

En una cultura occidental secularizada y “neoilustrada” (Leocata), este tema no sólo compromete el espacio del debate público y la cuestión de la relación entre fe y razón en términos intelectuales. Lo cierto es que la secularización, en sentido más amplio, también ha impactado en la desarticulación de los ámbitos donde la persona se desarrolla (familia, trabajo, espacio público, amistades) y en la pérdida de horizonte y claves de interpretación de la experiencia como un todo. Lo que ocurre en el plano social (la dificultad para encontrar criterios éticos comunes para la convivencia), también ocurre en el plano personal. Podría plantearse al revés: ¿es posible la convivencia política si la experiencia personal (en este caso individual) tampoco tiene pleno sentido?

Así las cosas, no es lo mismo la adhesión a una Iglesia que la adhesión a un partido. Y aunque la política tiene un sentido arquitectural respecto a los fines, no lo tiene respecto a los principios. Y esos principios, para ser puestos a disposición en el debate público, tiene que emerger y cobrar sentido en el ámbito de la cultura y no en el ámbito del poder político.

Aunque haya hecho esta aclaración, la pregunta de fondo sigue sin responderse: ¿Puede el creyente católico mirar la vida humana dejando entre paréntesis su sentido de trascendencia? ¿Podemos omitir, frente a los debates tan profundos que actualmente se dan entorno a lo humano, nuestra condición creatural (nuestra relación ontológica con el Creador) o nuestra condición de naturaleza caída (tan bien retomada por Pascal, casi de forma trágica)? ¿Estos fundamentos, y tantos otros, no son, acaso, orientación axiológica, conciencia normativa cierta y valores para la acción? ¿Puede todo esto confundirse con los fundamentalismos político religiosos?  

Esta cuestión no es novedosa, pero considero que está siendo mejor resuelta en el terreno académico que en el terreno de la acción político cívica. En este segundo plano se pone en juego no solo las ideas, la correcta argumentación (aceptamos el desafío de “traducción” del lenguaje religioso propuesto por Habermas) e incluso el derecho a participar en el debate público “con lenguaje religioso”. La persona misma, en todas sus dimensiones, se ve comprometida frente a la realidad. Toda una experiencia vital entra en juego entre la fe, la razón iluminada por la fe, la experiencia personal y el contexto que le toca vivir a cada persona o grupo social.

En rigor, las grandes Weltanschauun son “visiones del mundo”, interpretaciones que hacen referencia a la totalidad del mundo y a su sentido último. Estas concepciones no se preguntan solo por la imagen del mundo sino también por la conducta verdadera en vista de esa imagen. No afecta solo a la razón sino también al sentimiento y a la voluntad. En ese sentido, quieren formar y transformar el mundo y con él la vida según los valores inherentes a su imagen.

El humanismo cristiano, como visión sistematizada e integral de orden social inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) es una de esas grandes cosmovisiones que han sabido darle a la historia personajes comprometidos con su tiempo y dando respuestas justas a múltiples desafíos. Hoy día, y frente al resurgimiento de fundamentalismos y fanatismos religiosos de todo tipo, resulta necesario volver a pensar el lugar que ocupa la cosmovisión cristiana (que, insisto, son más que un conjunto de ideas) y cómo la misma opera en la praxis política (la defensa de principios que animan el orden social, las propuestas de política pública, la promoción del diálogo y la búsqueda de la concordia, la noción de bien en general y bien común en particular, etc). De allí, revalorar los aportes de las verdades cristianas, sobre todo, en el plano de los fundamentos y en la visión del ser humano. Los últimos documentos de la Iglesia (la Dignitas Infinita sobre la dignidad humana o la Antiqua et Nova sobre la inteligencia artificial son claros ejemplos) dan cuenta del valioso aporte que puede hacer el pensamiento cristiano en los serios debates antropológicos en relación a la tecnología, la ecología, la economía, la desigualdad global, entre otros tantos asuntos.  

En definitiva, el humanismo cristiano del siglo XXI debe aportar a una renovación en la conciencia ética del hombre en este tiempo y debe comprometerse con la urgente necesidad de redescubrir la capacidad del hombre en conocer la verdad. Ambos desafíos son fundamentales para la vida en sociedad, preludio de cualquier discusión sobre desafíos y urgencias de este tiempo. Llegamos así la «amplitud de la razón» o a la «correlación necesaria entre razón y fe», donde ambas están llamadas a depurarse y regenerarse mutuamente, tal como ha sugerido Benedicto XVI. Pero hay algo más: comprometerse en este tiempo es también comprender el alcance y los límites de la verdadera renovación cultural. La misma es, ante todo y en primer lugar, un trabajo personal y comunitario. Allí está la verdadera fecundidad al servicio de la persona.

Concluyo entonces que la persona en acción es el verdadero gozne entre las ideas humanistas y el cambio. No hay cambio (político, social o económico) a la altura de la dignidad humana que omita esta mirada integral de la persona, principio, sujeto y fin de toda acción (y en este caso concreto, de la acción política). No hay cambio fecundo sin reconocer, con realismo, el contexto en el que nos movemos. Ese es el valor de las reflexiones volcadas en “La suerte de haber nacido en este tiempo”: asumir el presente y revalorizar los fundamentos que parecen ser un don siempre nuevo cuando penetran e iluminan la realidad que nos ha tocado protagonizar.

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