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Reseña de Guillermo Jensen y Juan Bautista González Saborido (eds.), Derecho, política y sociedad en el mundo contemporáneo. Volumen I, Buenos Aires, Universidad del Salvador, 2024, 199 págs.

La pertinencia de las discusiones que articulan el derecho, la política y la sociedad es enorme, y la particularidad del volumen Derecho, política y sociedad en el mundo contemporáneo. Volumen I editado por Guillermo Jensen y Juan Bautista González Saborido es que el abordaje de estas cuestiones está atravesado nada menos que por un tópico tan gravitante como la religión. Se trata de una compilación que nuclea a una serie de ponencias presentadas por diversos investigadores durante el año 2022 en el Seminario Permanente de Investigación Derecho, Política y Sociedad en el Mundo Contemporáneo en el marco del Instituto de Investigación de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Salvador. El Seminario está dedicado a la reflexión sobre temáticas de carácter jurídico, político y social a la luz del magisterio del Papa Francisco.

El volumen comienza con una introducción preparada por los editores Guillermo Jensen y Juan Bautista González Saborido —quienes a su vez ofician respectivamente como Director y Coordinador del Seminario—, que pasan a presentar la dinámica del Seminario en cuestión: un especialista expone sobre un tema, seguido de los comentarios de un académico previamente asignado a fin de dar lugar al debate. Esta es precisamente la estructura que respeta el volumen, compuesto por ocho ponencias, cinco de las cuales son seguidas por comentarios.

Los primeros dos capítulos del volumen comprenden ponencias que abordan el problema de las críticas modernas a la religión. El primer capítulo, a cargo de Carlos Hoevel, está dedicado al filósofo italiano Augusto del Noce. Este filósofo parte de la crítica al racionalismo de la Modernidad, dentro de la cual advierte tres momentos filosófico-políticos: un pensamiento dogmáticamente racionalista que deja enteramente de lado el aspecto trascendente de la realidad y que tiene en Hobbes su emblema; un pensamiento revolucionario, especialmente de tendencia marxista que impugna la hipocresía racionalista aunque, a pesar de su ateísmo radical confeso, delata un mesianismo fanáticamente religioso, propio de una religión política; el pensamiento de la sociedad burguesa triunfante ante los dos momentos que la preceden, que intensifica los componentes inmanentistas conduciendo a un hedonismo desenfrenado.

Asimismo, el filósofo italiano presenta tres intentos de respuesta que se han ensayado desde el cristianismo a lo largo de los últimos siglos: la tradicionalista —De Maistre, De Bonald, Donoso Cortés—; la modernista —Maritain—; la existencialista —Pascal, Kierkegaard—. Del Noce rechaza a cada una de las tres soluciones ensayadas y propone en cambio una propia, que denomina ontologismo. Esta postura busca recuperar una posición modernista compatible con el cristianismo, y bebiendo de fuentes modernas tan dispares entre sí como Descartes, Vico y Rosmini no resigna el combate al ateísmo, al libertinismo y al iluminismo. Esto le permite al filósofo italiano conciliar el pensamiento cristiano con elementos valiosos de la Modernidad —tales como la afirmación de la individualidad y de la libertad— sin caer en los excesos del racionalismo ateo, del inmanentismo revolucionario o del hedonismo burgués a los que previamente repudiara.

En el capítulo segundo, Fishel Szlajen se detiene en el tema del transhumanismo a la luz de la obra del pensador judío Iosef Soloveitchik. El autor parte distinguiendo dos lecturas sobre el hombre que se presentan en Génesis: según la primera, Adán fue creado para dominar a Eva y al mundo; en la segunda, fue creado junto a Eva para cuidar el Edén. Szlajen profundiza en la primera de estas visiones antropológicas, que tiende a enaltecer la capacidad del ser humano para elevar su condición transformando su entorno natural a través de la técnica. El autor trae a colación una serie de experimentos que, bajo esta inspiración técnica, buscan replicar el carácter de lo humano —y, en particular, la “inteligencia”— en una serie de tecnologías, aunque Szlajen refuta esta posibilidad a raíz de que las operaciones de estas tecnologías se reducen al mero cálculo o algoritmo tomando como base a la estadística. En efecto, las computadoras apenas logran asociar, estando lejos de ser capaces de comprender; las máquinas no piensan por sí mismas, sino que simplemente ejecutan órdenes dictadas por los sujetos pensantes, es decir, los seres humanos.

Por el contrario, el transhumanismo confía en que la tecnología será capaz de transformar las características humanas. Según esto, incluso los humanos se podrán fusionar con las máquinas, dando lugar al llamado post-humanismo. El autor mantiene que las miradas transhumanistas y post-humanistas no son sino tergiversaciones seculares del concepto bíblico de mejora del hombre, y que bajo una mirada jacobina de la realidad promueven una transformación radical del mundo, aunque esta vez no desde la política sino desde la tecnología. Por el contrario, para Szlajen el sentido auténtico de la ética debe contemplar la educación de la mente y el cuerpo y, en lugar de procurar transformar el mundo en sentido revolucionario, se propone la humilde —aunque ardua— tarea debe obedecer, aquí y ahora, los mandatos ético-religiosos dictados por Dios. Solamente así, a través del hábito del ejercicio cotidiano de las virtudes, podrá el hombre elevarse por sobre la mera animalidad y aceptar el destino que le viene dado por naturaleza.

A continuación se ubica el primero de los comentarios del libro: la exposición de Fishel Szlajen es comentada por Pablo Ubierna. Tomando como base la obra de Soloveitchik, Ubierna se refiere a la posibilidad del diálogo interreligioso respetuoso entre judíos y cristianos que conduzca a una mutua comprensión de las partes. Ello supone una serie de desafíos para los implicados: de parte de los judíos, un estudio profundo y sincero de las fuentes del Nuevo Testamento —lo cual conlleva, por obvios motivos, un desafío mayor que el que representa para los cristianos la lectura del Antiguo Testamento—; por el lado de los cristianos, el abandono definitivo del propósito de conversión de los judíos, así como el respeto al pacto de Dios con el pueblo de Israel. Estas condiciones podrían conducir a un diálogo maduro que lleve al encuentro entre ambas partes.

A propósito del diálogo interreligioso, los capítulos siguientes —tercero, cuarto y quinto— versan sobre pensadores católicos que estudian el fenómeno religioso desde una perspectiva sociológica. En el tercer capítulo, Sonia Rodríguez García escribe sobre el filósofo canadiense Charles Taylor, concretamente sobre su trabajo A Catholic Modernity?. En dicho trabajo, Taylor se propone rescatar los logros morales y espirituales de la Modernidad, sin por ello dejar de alertar sobre algunos de sus mayores peligros. Así pues, Taylor discute lo que él denomina sustraction histories, según la cual un proceso histórico —por ejemplo, la Modernidad— se explica a raíz de haber dejado atrás un pasado tenido en el presente como ilusorio —en este caso, la religión—. La teoría de la secularización constituye un ejemplo ilustrativo de esta clase de relato histórico, en virtud de que comprende que a medida que las sociedades progresan en términos técnicos, económicos, sociales, etc. estas abandonan la religión, entendida como superstición. Taylor se empeña precisamente en procurar demostrar la falsedad de las premisas sobre las que esta teoría se apoya.

Al rastrear los orígenes de la secularización, Taylor distingue un humanismo secular —nacido con la Reforma protestante— de un humanismo exclusivo. El filósofo canadiense resalta los peligros de este último humanismo, al tiempo que destaca que algunas de las más relevantes formas de pensar modernas —como la justicia universal, los derechos humanos, la benevolencia, etc.— tienen raíces religiosas. Hacia el final del capítulo, la autora se propone responder al interrogante que abriera Taylor acerca de si es posible una Modernidad católica. Ofreciendo una respuesta personal a tenor del filósofo canadiense, Rodríguez García afirma de manera contundente que la Modernidad católica existe como posibilidad precisamente en virtud de que, como se ha visto, algunas de las más relevantes formas modernas de pensamiento están inspiradas en el catolicismo.

Seguidamente se ubica el segundo de los comentarios a las exposiciones que componen el volumen: Esteban Amador comenta la ponencia de Rodríguez García. Amador sintetiza la postura de Taylor entendiendo que catolicismo y Modernidad se complementan en virtud de que el primero aporta los principios esenciales, mientras la segunda viene a garantizar que estas creencias puedan convivir pacíficamente con otras a través del pluralismo, extendiendo así los principios —ahora secularizados— al mundo entero. La unión entre catolicismo y Modernidad queda garantizada por la condición de que ninguno aspire a ser hegemónico procurando desplazar al otro.

Alejandro Pelfini escribe el cuarto capítulo del volumen, dedicado a Alasdair MacIntyre y a su obra titulada Dependent Rational Animals. En este libro, el pensador escocés señala que la tradición de filosofía moral moderna partió de la noción de sujetos racionales y saludables, olvidando la dependencia y vulnerabilidad que caracteriza a toda persona. En efecto, MacIntyre mantiene que nuestros logros no se deben exclusivamente a nuestros propios méritos, sino que también corresponden a una serie de relaciones que contribuyeron a nuestra supervivencia. En lugar de la noción de dependencia de MacIntyre, Pelfini se inclina por el concepto de interdependencia, el cual —a diferencia de la primera, que trata de relaciones de poder asimétricas y de subordinación—, se apoya en vínculos que suponen simetría y reciprocidad entre las partes.

Por último, el autor del capítulo concluye con una reflexión sobre la capacidad de la sociología para reemplazar un concepto nuclear de la Modernidad occidental como es el de dominación por los de interdependencia, reconocimiento y vulnerabilidad. A la luz de estos principios sería posible iluminar el pasado con una mirada disidente de la oficial, que reconociese el perjuicio a los grupos históricamente marginados u oprimidos, lo cual evitaría cometer los mismos errores. En esto mismo —y no en la mera adquisición de conocimientos— consiste el aprendizaje colectivo, que en muchos países encuentra un ejemplo reciente en la violencia de género como problema público.

El tercero de los comentarios que componen el volumen está a cargo de Mauro Saiz, comentando la presentación de Pelfini. En primer lugar, Saiz aclara que la noción original de “dependencia” de MacIntyre tiene en cuenta situaciones de genuina vulnerabilidad que hacen imposible una vida digna —la niñez, la ancianidad, la enfermedad, la discapacidad, etc.—, por lo que no es en modo alguno contradictoria con el concepto de “interdependencia” propuesto por Pelfini. Asimismo, otra cuestión puesta de manifiesto por Saiz es la preferencia del filósofo escocés por comunidades locales en lugar de los actuales Estados modernos, precisamente porque en aquellos, y no en estos, sería posible una práctica política válida como fruto de un marco moral compartido. De esta manera, la reflexión en torno a los temas propuestos por el filósofo escocés puede resultar problemática en la medida en que sea pensada en el marco de la estructura de los actuales Estados modernos, de los que MacIntyre no se fiaba. Por último, también problemático en el contexto de la presentación que precede puede resultar la ausencia de alguna referencia a una tradición moral compartida, aspecto central del pensamiento del filósofo escocés. Así pues, parece que la apelación emotiva al pasado propia del aprendizaje colectivo no termina siendo suficiente para resolver el problema nuclear de la Modernidad, que más que la redención de los marginados u oprimidos consiste en la pérdida de la tradición común motivada, en parte, por el movimiento ilustrado.

La exposición de Enrique Aguilar constituye el quinto capítulo del volumen, en el que se detiene en las creencias religiosas en el pensamiento de Alexis de Tocqueville. De entrada sostiene Aguilar que en el pensamiento tocquevilleano la política forma parte de un sistema social que la supera, y que comprende a las costumbres; es precisamente en las costumbres en donde Tocqueville ubica a las creencias religiosas, que tal como creía observar en la sociedad norteamericana no solamente no se oponen a la democracia, sino que muy por el contrario operan como su sostén. Esto parece haber llamado especialmente la atención del visitante francés, quien acostumbraba a ver en su tierra natal a las creencias religiosas enfrentadas a los valores de la libertad y la igualdad.

De allí la conciencia de los norteamericanos sobre la utilidad política y social de su religión, la cual promueve el ejercicio de una disciplina moral voluntariamente aceptada por los individuos que los ubica en pie de igualdad, siendo así enteramente compatible con el régimen democrático. En la misma línea, la religión puede contribuir a restringir las tendencias individualistas más perniciosas de las sociedades democráticas, como el materialismo desmedido. Lo que queda claro es que en el marco del pensamiento tocquevilliano la salvaguardia de los derechos individuales convive junto al sostenimiento de las creencias religiosas. Semejante conjunción —entre derechos individuales y creencias religiosas— parece constituir una fórmula capaz de aliviar algunos de los riesgos inherentes a las sociedades democráticas, a la vez que como antídoto contra el despotismo.

Los tres últimos capítulos que componen el volumen están dedicados a juristas católicos que, a pesar de sus diferencias, incorporan el elemento religioso en su teoría del derecho. El sexto capítulo, redactado por Sebastián Abad, trata sobre el jurista alemán Carl Schmitt como pensador católico, tomando como base la lectura de Wolfgang Palaver sobre el jurista en cuestión. En dicha interpretación, Palaver sostiene que la teología política schmittiana se nutre de supuestos paganos y, por consiguiente, es incompatible con la religión católica. Siguiendo a Palaver, el concepto de enemistad de Schmitt —que da sentido a lo político— no es sino una derivación teológica de un pasaje de Génesis en el que Dios, castigando a Adán y Eva por su pecado, los condena a la enemistad perpetua. No obstante, el hecho de que el jurista alemán construya su teología política valiéndose de fuentes bíblicas no conduce a Palaver a pensar que la propuesta schmittiana sea compatible con el catolicismo, sino más bien todo lo contrario.

En efecto, Palaver sigue aquí a René Girard, que ligaba la violencia al sacrificio —encargado de garantizar la paz—, y que entendía que el sacrificio en la antigua sociedad pagana —reflejado en la tragedia griega— no se deshacía enteramente de la violencia, sino que la arrojaba hacia afuera de la ciudad, desatándola sobre los enemigos externos a través de la guerra. Así pues, a pesar de su fe católica, Schmitt se habría inspirado en semejantes presupuestos de base pagana, ignorando que el cristianismo —por medio de la muerte de Jesucristo— vino precisamente a romper con la lógica del sacrificio y a desechar por completo la violencia hacia el prójimo, no solo puertas adentro sino también hacia el exterior. En resumidas cuentas, siguiendo a Palaver, la lectura de Schmitt del texto bíblico no es sino una lectura pagana y, evidentemente, incorrecta en cuanto tal, que conduce al jurista alemán a proponer una concepción de lo político que, en todo caso, constituye un retroceso al paganismo, demostrando así la incompatibilidad de dicha concepción con los presupuestos sobre los que se apoya la religión católica.

La ponencia de Abad es comentada por Andrés Rosler, quien comienza por señalar el vínculo que Schmitt hallaba entre la política y la teología: la primera se nutre de las proposiciones de la segunda. Al discutir el carácter contrarrevolucionario del pensamiento de Schmitt, Rosler explica que, en rigor, a pesar de su buena prensa la revolución es incapaz de razonar políticamente: los abogados de la revolución emprenden su combate contra lo político a la vez que contra lo teológico, y entre sus filas cabe incluir, tal como indicara el jurista alemán, desde los empresarios financieros norteamericanos hasta los revolucionarios anarcosindicalistas. Ante el discurso de Palaver, Rosler replica que Schmitt busca distinguir lo más posible las esferas de lo sagrado y de lo político, puesto que el intento de eliminar alguna de las esferas concluye con la reaparición de alguna de ellas donde no debe, ya sea a través de religiones políticas o bien por medio de la politización total de la realidad. Asimismo, añade Rosler que el proyecto de Girard, en la medida en que se propone superar toda violencia, se convierte en antipolítico y antiteológico a la vez y, como tal, se coloca en contra de la propia naturaleza humana.

En el anteúltimo capítulo, Gerardo Muñoz escribe sobre la teoría del derecho del jurista norteamericano Adrian Vermeule. Muñoz subraya el carácter que Vermeule reclama para el poder ejecutivo: contra la mentalidad “tiranofóbica”, propone una figura “enérgica” con extensos poderes discrecionales que le permitan garantizar el bien común. Al mismo tiempo, Vermeule reivindica al estado administrativo en general y al derecho administrativo en particular. Por otra parte, un elemento crucial del pensamiento del jurista norteamericano es su fe católica —de reciente conversión—, que anima sus principios jurídico-políticos y que lo inspira a proponer la ocupación de la burocracia estatal a fin de reconducir el orden social de acuerdo con la noción de bien común.

En seguida, Muñoz pasa a analizar Common Good Constitutionalism, el más reciente libro del jurista en cuestión. En dicho trabajo apela Vermeule a una “tradición clásica” compuesta por autores principalmente —aunque no exclusivamente— antiguos y medievales: Ulpiano, Justiniano y Tomás de Aquino, anteponiéndolos nada menos que a los Founding Fathers. En rigor, el libro puede ser interpretado como un panfleto, es decir, un manifiesto que procura promover principalmente entre los posliberales la acción revolucionaria: una ambiciosa transformación constitucional que supondría un cambio de raíz en el sistema jurídico-político de Estados Unidos. En su repudio tanto del originalismo como del positivismo, Vermeule propone su teoría del bien común constitucional: en esta el juez interpreta cada caso a tenor de la tradición clásica del derecho natural y los principios de justicia (ius), con especial consideración de la noción de bien común. Paradójicamente, la moral revolucionaria que subyace en semejante teoría termina hermanando a Vermeule con la posición interpretativista de un jurista progresista como Ronald Dworkin.

Alrededor de la aludida paradoja gira el comentario del anteúltimo capítulo —que es al mismo tiempo el último de los comentarios del volumen—, a cargo nuevamente de Andrés Rosler. El autor del capítulo asienta su posición crítica ante la posición de Vermeule, a la que entiende —lo mismo que al progresismo— como un proyecto que pone al liberalismo en cuestión. Rosler subraya algunas posibles divergencias entre el pensamiento jurídico-político de Vermeule y el de Schmitt, que entran en tensión a raíz del antipositivismo y el interpretativismo de aquel, dejando a al jurista norteamericano más cerca de Robespierre que de Burke. El autor del comentario concluye con una advertencia sobre el interpretativismo que comprende tanto a Dworkin como a Vermeule en virtud de que cada uno, a su propio modo, considera que la ley debe ser interpretada a la luz de ciertos principios morales a fin de arribar a ciertos resultados definidos de antemano.

El octavo y último capítulo del libro está a cargo de Guillermo Jensen, editor del volumen, quien se detiene en la obra del jurista alemán Ernst Wolfgang Böckenförde a propósito de los presupuestos culturales y las tradiciones religiosas que sostienen el orden constitucional democrático-liberal. Jensen trae a colación el famoso dictum que Böckenförde enunciara en 1967: el Estado constitucional, liberal y laico vive de supuestos que él mismo no puede garantizar. Esto supone que los órdenes constitucionales democráticos y liberales tienen una deuda no solo con la tradición ilustrada secular, sino también con la tradición religiosa judeocristiana. Había sido originalmente el encuentro y el diálogo entre ambas tradiciones lo que permitió dar lugar a dichos regímenes, que deben comprometerse con el resguardo de la libertad religiosa. Precisamente esta libertad es amenazada continuamente desde posiciones secularistas que procuran cancelar expresiones religiosas a fin de relegar la religión al ámbito privado.

Ahora bien, el debilitamiento de los supuestos del orden constitucional no se debe únicamente al secularismo intolerante, pues la pérdida de vitalidad religiosa es también responsabilidad de los propios creyentes. El problema es agravado por el fenómeno del pluralismo religioso, que en la medida en que incluye a migrantes pertenecientes a religiones ajenas a la cultura occidental, junto a la tendencia a promover nuevas espiritualidades, es incapaz de garantizar el apego a los valores que mantienen vivas a las democracias liberales. Por el contrario, la multiplicidad de creencias pensada para los Estados constitucionales democrático-liberales estaba compuesta por una cultura compartida entre luteranos, católicos, judíos e ilustrados. Para Böckenförde, la alternativa de una religión civil resulta insuficiente, pues no haría otra cosa que dar lugar a una religión de Estado en perjuicio de la libertad de culto de las religiones reveladas, y la emergencia de la cultura de la cancelación es una prueba de ello. Jensen concluye el capítulo —y, con este, el volumen— contrastando la propuesta de Böckenförde con el proyecto de Vermeule: a pesar de compartir la fe católica, estos pensadores arriban a conclusiones jurídicas y políticas diametralmente opuestas.

En un todo, el libro es altamente provocador y, como tal, capaz de estimular la reflexión del lector, no dejándolo indiferente en cuanto al contenido que le ofrece. Tal como fuera consignado, el volumen propone al menos tres discusiones, todas ellas íntimamente ligadas entre sí: desde un punto de vista teológico y filosófico, el problema de las críticas modernas a la religión —capítulos 1 y 2—; desde una perspectiva social y cultural, el abordaje del fenómeno religioso y sus manifestaciones sociológicas —capítulos 3, 4 y 5—; desde una mirada jurídico-política, los puntos de encuentro entre la religión y el derecho —capítulos 6, 7 y 8—. Así pues, ya desde su estructura el libro hace honor a su propio título —y al Seminario del que ha sido fruto—, pues en él se articulan de manera integral temas sobre derecho, política y sociedad a la luz de la religión.

Asimismo, el contenido del volumen parece advertir sobre los yerros de aquellos que han afirmado que la religión constituye una mera superstición que ha sido superada por la razón secularizada, pues estas mismas personas son las que más de una vez se han visto enredadas en la imposibilidad de justificar su propia opinión si no es recurriendo a posiciones que hunden sus raíces en la teología —comenzando por el propio concepto de secularización—, por no decir que su propia posición parece apoyarse en una lógica de argumentación teológica expresada en términos seculares. Esto mismo es presentado en el libro de manera muy clara: por un lado, la noción de que una variedad de conceptos modernos tiene raíces religiosas, lo cual permite explicar por qué el cristianismo no solo es perfectamente compatible con nuestras formas de vida modernas —incluyendo nuestras formas políticas y jurídicas—, sino que incluso opera como su sostén. El lector hallará esta clase de sugerencias en capítulos como el 3 —dedicado a Charles Taylor—, el 5 —sobre Alexis de Tocqueville— y el 8 —que trata sobre Ernst Wolfgang Böckenförde—.

Por otra parte, en el curso del volumen incluso se llega a argumentar, tal como se ha consignado, que nuestras modernas maneras de razonar —pese a nuestro incrédulo secularismo— no pueden sino ser, en gran medida, tergiversaciones seculares de puntos de vista originalmente teológicos. En efecto, entre otras virtudes, el libro ha intentado poner de manifiesto —incluso a pesar de la escasa simpatía que puede generar este punto de vista en tiempos en los que parece que la secularización se ha impuesto de manera definitiva— el origen teológico de nuestra manera moderna de pensar el mundo. El lector podrá encontrar argumentos en esta línea acudiendo a capítulos como el 2 —dedicado a Iosef Soloveitchik— y el 6 —sobre Carl Schmitt—, y en particular a los comentarios de Andrés Rosler tanto al mencionado capítulo 6 sobre Schmitt como al capítulo 7 sobre Adrian Vermeule. Va de suyo que las recomendaciones indicadas en modo alguno se dirigen en desmedro de los capítulos restantes, que resultan igualmente estimulantes.

A modo de corolario, el volumen Derecho, política y sociedad en el mundo contemporáneo. Volumen I ofrece al lector un amplio panorama de miradas jurídicas y políticas desde variadas tradiciones —que abarcan desde el liberalismo hasta el comunitarismo, pasando por el posliberalismo— enlazadas a su vez por una cuestión central como la religión, y todo ello a cargo de investigadores de primer nivel. Es de desear —en la medida en que el libro declara en su propio título ser un primer volumen— que este sea apenas el primero de una futura colección, siendo especialmente relevante su publicación en momentos en los que los secularismos intolerantes de hoy y de siempre, escudados bajo una pretendida superioridad moral recostada en la razón, desconocen el valor que ha tenido y continúa teniendo la religión.

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