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El tema sobre el que me han pedido un comentario es el del liderazgo político y realmente se trata de un tópico que ha sido reconocido como central desde los mismos orígenes de la reflexión política. Una y otra vez se ha vuelto sobre las cualidades y virtudes que debería poseer un buen político, sea desde la especulación teórica sobre lo más deseable, sea desde la consideración biográfica de los grandes líderes históricos que han existido realmente. Es, sin duda, un tema fascinante sobre el que se ha dicho mucho y se podría decir aun más. Pero no es esto sobre lo que voy a hablar.

Precisamente debido a que hay —me atrevería a decir— un fetichismo del liderazgo en mucha reflexión política,[1] a veces queda relegada la atención debida al común de las personas, que no son líderes en un sentido fuerte. Como es lógico, líder debe haber uno solo o, cuanto menos, una proporción relativamente pequeña comparada con la de aquellos que son liderados. Por eso mismo, mal que le pese a nuestro ego y nuestras aspiraciones, de muchos que se concentran en aprender a conducir, muy pocos llegarán a hacerlo, mientras que obedecer nos toca a todos.

El error en el que uno podría caer a partir del párrafo anterior es contraponer la función activa (atractiva, potente, brillante) del líder con una puramente pasiva (deslucida, débil, opaca) de todos los demás. Pero, ya en las raíces de la filosofía política occidental, Aristóteles advertía que la virtud propia del ciudadano es la de saber ser gobernado y gobernar;[2] y esto era especialmente así en el caso del ciudadano democrático. Mucha agua ha corrido bajo el puente: la democracia que Aristóteles tenía a la vista hace tiempo no existe y la que conocemos hoy es diferente en numerosos y cruciales sentidos. Con todo, si dejamos de lado importantísimos aspectos institucionales, jurídicos, sociológicos y económicos, no es absurdo afirmar que el ethos democrático está hoy más vivo que nunca. Al menos nosotros, en nuestra sociedad, le solemos conferir un alto valor y no solamente en lo que hace a los procedimientos formales del gobierno estatal, sino en muchísimos otros ámbitos de nuestra vida —que no dejan de ser políticos, en cierto sentido— donde ya estamos normalmente bien predispuestos hacia las soluciones “democráticas”.

El problema sobre el que quiero advertir aquí es, justamente, que nuestra fijación con el liderazgo nos hace perder de vista la importante y difícil tarea de “ser ciudadano” ­—sea a nivel político estatal, sea en una empresa, una universidad, una ONG o un grupo de amigos—. Cada una de estas comunidades o empresas colectivas, sean del nivel que fueren, requieren personas (¿“ciudadanos”?) dispuestas a participar, deliberar con otros, sacrificar tiempo y esfuerzo, cargar con responsabilidades y contribuir en la medida de sus capacidades. Entiéndase bien: esto no significa que no vayan a existir líderes o que éstos sean indeseables en una sociedad democrática. Lo que sí quiere decir es que la distinción tajante entre el que manda y el que obedece encierra la idea de que el segundo no es más que un mero receptor de órdenes, un acatador serial. Los peligros políticos —en el sentido más restringido del término— son bien conocidos (y están a la vista): el “despotismo administrativo” sobre el que advertía Tocqueville hace casi dos siglos, lo que O’Donnell denominó hace ya algunas décadas “democracia delegativa”, la apatía política generalizada o la crisis de representatividad que nos atraviesa hoy[3] son sólo algunos de los espejos en donde se ve reflejado el ciudadano pasivo, desinteresado, sin la capacidad, la voluntad o las cualidades que le permitirían hacerse cargo de la dirección común. Y, desde luego, esto se aplica, mutatis mutandis, a todas las otras formas de comunidad que mencionaba antes: piensen tan sólo en la dificultad de llevar adelante un trabajo grupal en la universidad, de administrar un consorcio de vecinos en un edificio o de mantener viva a una ONG sin miembros que colaboren y se involucren.

Creo que es preciso hacer una aclaración más. Podría parecer que a lo que me vengo refiriendo es un problema de eficiencia. No lo es. Quizá uno podría pensar que un buen líder solamente requiere un grupo que sea incondicionalmente obediente y técnicamente capaz. Si sus decisiones son correctas y quienes lo siguen las implementan de la manera adecuada, podríamos tener los mejores resultados. Así, a nivel más explícitamente político, iba uno de los argumentos más antiguos a favor del gobierno de uno; en períodos más recientes podríamos pensar que un gobierno autocrático puede ordenar la economía de un país y eficientizarla mucho más que uno democrático. En los otros ejemplos que fui ofreciendo puede darse la misma confusión: si el que más sabe en el grupo divide las tareas, cada uno cumple con lo que le toca y el primero integra todo el trabajo, saldrá todo bien; si los jugadores obedecen al capitán del equipo y anotan cuando les toca anotar o defienden donde les dijeron, ganarán el partido.

Aun si esto fuera así —y es discutible incluso desde un punto de vista puramente utilitario—, no cambiaría en nada mi argumento. Las razones por las cuales es importante ser un buen “ciudadano” (participante, miembro) son eminentemente morales. Una persona no es ni debería quedar reducida a un excelente instrumento. Cogobernar, deliberar, entender el objetivo común y sacrificarnos por él nos educa y nos eleva —nos perfecciona, diría la filosofía clásica—, incluso si en el camino se pierde algo de eficiencia. Desde luego, es un costo que nadie puede asumir por nosotros, lo cual malograría todo el proceso.

Quizá, entonces, nuestro pensamiento político debería dejar temporalmente de lado (sin abandonar) la reflexión obsesiva sobre el liderazgo para empezar a preguntarse con mayor seriedad y atención: ¿qué necesito hacer yo, que no lidero, para ser un miembro pleno y productivo de esta comunidad?, ¿qué virtudes, capacidades, valores y actitudes tengo que desarrollar en mí mismo y promover en los demás para poder participar de la cosa común?, ¿cuándo mi indolencia, egoísmo o incapacidad están perjudicando al resto de la comunidad? Aprender a enfrentar estos interrogantes (y actuar en consecuencia) es mucho más complicado de lo que solemos dar por sentado; requiere un esfuerzo intelectual y práctico, y su resultado, quizá, sea más prometedor que seguir soñando únicamente con grandes líderes.*


[1] Y más allá. Es una moda ya plenamente instalada el foco en el liderazgo también en el mundo empresarial, en la teoría y práctica de las organizaciones, e incluso en diferentes variantes menos teóricamente consolidadas de “coaching”.

[2] Incluso esta expresión resulta un tanto engañosa, por cuanto supone alguna alternancia en los roles: a veces mando (cuando me toca ocupar un cargo público), a veces obedezco. Mientras que esta evidentemente es una de las aristas de lo que Aristóteles buscaba describir, en esta nota quiero entender estos roles como algo mucho más fluido y mutuamente compenetrado, como se verá más abajo.

[3] Como es evidente, cada uno de estos conceptos o fenómenos corresponden a marcos teóricos e históricos distintos, cada uno con su propia explicación y e inserción en una red conceptual particular. Solamente quiero resaltar cómo en cada uno de estos casos salta a la vista el mismo problema de una obediencia puramente pasiva y no involucrada.

* Esta nota apareció publicada originalmente en la revista Conciencia Política.

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