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La crisis de los partidos políticos, el surgimiento y consolidación de los movimientos sociales (nacionales y trasnacionales) como nuevos espacios de pertenencia y participación política, la emergencia de “outsiders” en la arena política, el abstencionismo electoral como expresión de desinterés o desencanto por lo político, la novedosa influencia que ejercen los medios de comunicación y las redes sociales en los debates públicos y la formación de la opinión pública expresan de forma concreta un  nuevo dinamismo dentro de los sistemas políticos. En un contexto de cambio que está inexorablemente atravesado por la globalización, la permanente reivindicación de lo particular (nacionalismos, multiculturalismo, separatismos, regionalismos), el cambio tecnológico y una cada vez más amplia desigualdad social (local y global) cabe preguntarse (una vez más) por el lugar que ocupa “la política” como actividad integradora del resto de las actividades humanas que se dan ya no solo en el ámbito estatal (en sentido moderno del término) sino también en el ámbito global o en las relaciones de tipo trasnacional.[1]

La inquietud sobre “la política”, cuál es su naturaleza (o esencia), su alcance y funciones en el marco del resto de las actividades humanas es, en definitiva, una inquietud sobre la convivencia humana y la organización política de esa convivencia. Había intentado escribir sobre la democracia y su presunta crisis, buscando allí algunas respuestas al diagnóstico identificado más arriba. Sabemos que existe una preocupación extendida sobre el estado de la democracia: se habla de descontento (Sandel), desconfianza (Rosanvallon), incluso muerte (Levitzky y Ziblatt).

Particularmente, Sandel describe dos preocupaciones que radican en la raíz del descontento democrático: «Una es el miedo a que, individual y colectivamente, estemos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas. La otra es esa sensación de que el tejido moral de la comunidad (familiar, local y nacional) se está descosiendo a nuestro alrededor. Sumados, estos dos temores (a la pérdida de autogobierno y a la erosión de la comunidad) son definitorios de la ansiedad de nuestra época, una ansiedad a la que no se da respuesta desde la agenda política actual.«

Siguendo el diagnóstico de Sandel, sostendré que, ante todo, ese descontento, desconfianza y muerte refiere más bien al debilitamiento del sentido de comunidad y, en consecuencia, a la pérdida de relevancia de la función arquitectónica que tiene la política dentro de esa comunidad. Luego, esta desorientación respecto a las cosas políticas se manifiesta, concretamente, en las dificultades que hoy experimentan las instituciones democráticas, especialmente las instituciones de la democracia liberal.

El punto de partida: la política como dimensión humana

Para entender por qué la política tiene una función arquitectónica, es necesario comprender en primer lugar, que la actividad política puede expresarse en múltiples y variadas formas, puesto que la persona, centro de la acción política, despliega su potencialidad en múltiples y variados aspectos de su vida. Así, la definición que aporta la Iglesia en Christifideles Laici  (1988) completa esta perspectiva.

La política es la “multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”

(CL; 42)

En esta línea, la actividad política se expresa en múltiples dimensiones: económica, social, legislativa, administrativa y cultural. Podrían ser otras también: lo religioso, lo ideológico, lo ecológico, etc. Esto significa que las comunidades intermedias (empresas, colegios, clubes, universidades, familia, iglesias) también aportan de múltiples maneras a un mismo bien común. Por otro lado, la política es orgánica e institucional. Son las instituciones la expresión estable y ordenada de los acuerdos y decisiones políticas. También la política “promueve”, ayuda al movimiento. Permite el despliegue de las fuerzas económicas, sociales, culturales. Integrar, gobernar y conducir todas estas energías es la función específica de la política. De aquí su primer sentido arquitectural.  Por último, la conducción o el gobierno no tendrían razón de ser sin una finalidad. La dimensión teleológica es ineludible en toda reflexión política siendo necesario repensar y exponer el alcance del sentido y noción del «bien común político».

No quisiera negar, con todo esto, que el medio específico para la consecución de los fines político es el poder. La naturaleza y alcance del poder en general y el poder político en particular requiere una reflexión aparte que no puedo desarrollar en este texto. Sin embargo, dejo asentada la idea que resulta también fundamental reconocer esta fase de la política: la lucha por el poder.

La política, el Estado y la visión antropológica

Volviendo a la función arquitectónica de la política, es importante incorporar también la noción de estado o comunidad política, puesto que la política se desarrolla, siempre, en el ámbito de una comunidad política determinada. Así, Sampay (1951) nos indica:

El Estado, es una realidad humana constituida por una multitud de actos humanos, por lo que no posee en sí una unidad substancial, sino una unidad de orden. De esta manera, el Estado es un obrar humano mancomunado, donde los sujetos tienen de común el objetivo fin que persiguen, esto es, el fin que, en un primer grado, causa esos actos individuales inmanentes, y después, causa también, transitivamente, la unidad de orden del Estado.

De esta definición surge la necesidad de asumir una visión antropológica que pueda dar fundamento a la acción política. En este caso, se desprende de la noción de Estado que la única realidad sustancial del mismo es la persona humana en convivencia y, por tanto, no podría entenderse el bien común (o la finalidad política) por fuera del bien de la persona. Por ello, conocer la estructura auténticamente personalista de la existencia humana dentro de una comunidad es el paso obligado para darle sentido no solo la visión arquitectónica de la política sino a la importancia sustancial de la participación para la plenificación personal, la importancia de los acuerdos y de la búsqueda de consensos para que efectivamente tal comunidad política exista y se configure realmente.

Este sucinto planteo, implica reconocer muchísimas cosas que hoy están en debate: la definición de naturaleza humana (o si existe una esencia o “ser” humano), el grado de necesidad ontológica de la convivencia y la comunidad, el lugar que ocupa la historicidad del ser humano, la ponderación de fines y la posibilidad de alcanzar acuerdos en torno a esos fines (aquí podría mencionarse la discusión en torno al bien común) y la naturaleza de las instituciones, normas y prácticas que emergen de la actividad política.

A pesar de la falta de acuerdos, considero que esta mirada sobre la política y la comunidad nos ayuda integrar mejor la dimensión personal y social de la persona y, en consecuencia, realizar una relectura de los conceptos de participación y bien común. Al profundizar en la antropología personalista y tomarla como piedra basal de la reflexión política subsiguiente, quedamos habilitados a una mejor justificación ética del bien común y, como reclama Sandel en su libro “El descontento democrático”, también quedaríamos habilitados a introducir en la deliberación pública los criterios sobre cuáles son los fines humanos más elevados.

Conclusión


Con estas notas preliminares, podríamos asumir que el actual descontento democrático es un grito desesperado de muchos que hace tiempo no pueden manejar los hilos de sus propias vidas, no pueden elegir, no pueden decidir. La democracia, en última instancia, no está en peligro ni por los populismos, ni por la derecha o la izquierda, tampoco por los conservadores o progresistas, los nacionalistas o globalistas. El desvío democrático arranca en el momento que se desconoce el fundamento de la vida en comunidad, fundamento que tiene origen en la persona misma.

La crisis de la democracia es una crisis de orden ético en el momento que se renuncia, como sociedad, al criterio de verdad y al respeto de un orden moral objetivo. No es posible un sistema democrático en alianza con el relativismo, ni siquiera con acuerdos procedimentales mínimos. Se requiere un compromiso con el bien de la persona, y del bien de la persona en comunidad, que no es otra cosa que el bien común político.


[1] Tomo prestado el título del libro de Zygmunt Bauman, “En busca de la política”

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