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Estas líneas se proponen como un intento de resaltar algunos elementos teóricos sobre el tema del poder político, y al mismo tiempo pretenden subrayar la trascendencia de llevar adelante este tipo de reflexiones, en la medida en que nos permiten enriquecer la manera en la que pensamos el poder político hoy en día. Con el fin de aproximarnos a la noción de poder político, debemos en primer lugar sumergirnos en un análisis con vistas a determinar qué es, en un intento por delimitar su naturaleza, y a continuación qué es lo que lo hace que sea eso que es y no otra cosa, con el propósito de distinguir este concepto de otras especies de poder que no son políticos.

Comenzamos haciendo nuestra la ya clásica definición de Weber según la cual el poder en general consiste en la capacidad de imponer la propia voluntad, inclusive contra la resistencia de otros. Es, desde luego, un concepto muy amplio: el propio autor admite que una infinidad de situaciones puede colocar a una persona con poder sobre otra. Entonces, para comprender en qué sentido el poder a secas puede ser llamado propiamente político seguimos nuevamente a Weber, que entiende que toda asociación puede llamarse política (es decir, asociación política) en tanto la validez de sus ordenaciones en un determinado territorio se encuentren garantizadas de manera continua a través de su medio específico: el empleo de la coacción física legítima.

Así, el poder político presenta su medio distintivo en la posibilidad de recurrir a la fuerza; es la posesión exclusiva (reservada únicamente al poder político) y legítima (que encuentre obediencia de parte de los gobernados) de la coacción física lo que distingue al poder político, es decir, a la asociación política. A su vez, el empleo exclusivo de la coacción física legítima permite distinguir al poder político de otros tipos de poder, como el poder económico o el espiritual. El poder político impone entonces sus mandatos no de cualquier forma, sino recurriendo en última instancia a la fuerza, que es el medio más eficaz del que disponen las personas para hacerse obedecer por otros. Desde luego, esto no lleva a que el poder político quede limitado al recurso a la violencia, pero sí debe tenerse en cuenta esta posibilidad como condición imprescindible para definirlo.

Siguiendo una opinión común, Weber parece haber resuelto de forma definitiva la discusión sobre el concepto de poder político. Su definición es minimalista en la medida en que pone el acento en el rasgo más determinante del poder político, y es resultado del método de investigación científica adoptada por él, que se vale de un estudio descriptivo de la realidad (es decir, imparcial), lo cual implica, entre otras cosas, neutralidad valorativa (que exige la omisión de juicios de valor).

Sin embargo, sin perjuicio de los valiosos aportes de Weber, el hecho es que su referencia a la sustancia del poder político presenta, a mi humilde juicio, algunas limitaciones. En este caso particular, la primera pregunta que surge es si un examen sobre la naturaleza del poder político se agota en la posibilidad de recurrir, siquiera en situaciones extraordinarias, a la coacción física. En mi opinión, un análisis acerca de la sustancia del poder político no se resuelve siguiendo un criterio meramente descriptivo, sino que necesita un enfoque normativo; en otras palabras, parece que el análisis del poder político exige, más allá del criterio de la fuerza física, una fundamentación específicamente moral: para darnos una idea más sustanciosa del poder político no basta con definirlo como es, sino que además debe entendérselo como debería ser, es decir, como debería ser para que pueda considerárselo como auténticamente legítimo.

No obstante, el tema de la legitimidad del poder (que ha sido extensamente abordado por Weber) no será tratado, dado que corresponde al origen y ejercicio del poder, que vienen definidos en función de cómo se entienda la naturaleza de este mismo en primer lugar. Con el fin de aproximarnos a la noción de poder político bajo una fundamentación moral recurrimos a pensadores cuyas reflexiones, a pesar de encontrarse alejadas en el tiempo, se nutren bajo un tronco común: Aristóteles y John Locke, quienes, a pesar de mantener desencuentros en temas variados, se ocuparon de analizar al poder político bajo un enfoque normativo. Ambos pretendieron echar luz sobre la confusión entre la autoridad política y las autoridades paternal (la autoridad que posee un padre sobre sus hijos) y despótica (la autoridad que ejerce un amo sobre sus esclavos).

Aristóteles comenzó su Política afirmando que el poder político difiere del poder paternal y del despótico, porque para este filósofo no es lo mismo regir una comunidad política que una familia o un conjunto de esclavos. Este autor subraya que en el poder paternal el infante posee una razón imperfecta, puesto que la perfecta razón solamente viene dada en virtud de la adultez. En cuanto al poder despótico, el esclavo carece de razón y debe obedecer al amo de la misma manera en la que la pasión debe someterse a la razón; se trata de una especie de poder que se ejerce según el interés del amo, es decir, el dueño de los esclavos. En cambio, la autoridad política, a diferencia tanto de la autoridad paternal como de la despótica, se ejerce sobre personas racionales, libres e iguales, lo cual implica que el ejercicio de la autoridad debe apuntar al bien común, y no al interés particular de quienes se encuentran en una posición de poder, típico de una autoridad despótica.

En cuanto a Locke, en polémica con Robert Filmer (apologista del derecho divino de los reyes), presenta argumentos similares a los esgrimidos por Aristóteles. El filósofo inglés comienza su Segundo tratado sobre el gobierno civil distinguiendo el poder político del paternal y del despótico. Lo primero que señala es que el poder de un gobernante difiere de la autoridad que posee un padre sobre sus hijos o un amo sobre sus esclavos. El poder paternal es producto de la procreación, la cual exige del padre una responsabilidad provisional para proveer a sus hijos de lo necesario hasta que estos alcancen la mayoría de edad y puedan subsistir por sus propios medios; llegada esa edad, su poder se extingue. El poder despótico es resultado de una guerra justa, que da lugar a que los vencidos en combate se sometan al dominio absoluto y arbitrario de su amo. A diferencia de ambos, el poder político tiene origen en el consentimiento entre personas, nuevamente, racionales, libres e iguales y se propone dictar leyes que preservan la propiedad de cada uno de los miembros de la comunidad: sus vidas, su salud, su libertad y sus posesiones.

Al margen de sus diferencias en múltiples asuntos, estos escritores coinciden en líneas generales en presentar al poder político como un poder con una naturaleza delimitada, que se distingue tanto del poder paternal como del despótico. El poder político puede ser comprendido como aquel que tiene lugar entre personas racionales, libres e iguales, y cuya legitimidad deriva del hecho de no apuntar al interés particular de quien lo detenta, sino a la consecución del bien público. Sin embargo, este punto de vista no implica una impugnación del enfoque descriptivo, y menos aún de los meritorios aportes de Weber; en definitiva, para comprender lo que algo debe ser, debemos en primer lugar comprender qué es eso a lo que nos estamos refiriendo. Simplemente pongo de relieve que el criterio descriptivo presenta algunas limitaciones, en tanto que el enfoque normativo ofrece una mayor riqueza de análisis, de la cual nos podemos valer con el fin de reflexionar, a la luz de los autores aludidos, sobre el poder político en nuestros días.

De esta manera, podemos servirnos de las ideas de estos pensadores como lentes que nos permiten analizar con mayor claridad el fenómeno del poder político en la actualidad. Desde esta perspectiva, podemos advertir una variedad de deficiencias en ciertas prácticas que algunos regímenes mantienen hoy en día, sobre todo los regímenes autoritarios. En esta clase de regímenes, los gobernantes interfieren activamente en aspectos centrales de la vida de los gobernados y hacen que estos dependan de aquellos en algo tan básico como su subsistencia material. Este tipo de prácticas apuntan a disfrazar el yugo de los gobernantes y exhibirlo como altruismo; en muchos casos, la suerte de los gobernados termina por depender exclusivamente de quien se encuentra en el poder. Si bien una tarea inexcusable del poder político consiste en garantizar a la población un nivel aceptable de prosperidad material, no se trata de que cada individuo quede limitado a depender, en términos materiales, enteramente de la autoridad.

A su vez, este tipo de regímenes suelen ir acompañados de rigurosas restricciones a los más elementales derechos políticos y libertades civiles. Desde la óptica que hemos destacado previamente, el ejercicio de esta autoridad se asemeja a un poder paternal más que a un poder propiamente político, en la medida en que los gobernados suelen ser tenidos como menores de edad que requieren de la tutela de la autoridad, de lo cual se infiere la existencia de algún tipo de desigualdad intelectual entre quienes mandan y quienes obedecen. Estas prácticas se muestran en evidente tensión con uno de los principios centrales acerca del poder político sobre el que ya hemos insistido: el poder se ejerce entre personas racionales, libres e iguales.

Ahora bien, algunos regímenes autoritarios se caracterizan por el hecho de que una estructura partidaria se ha apropiado por completo del aparato estatal. En estos casos, Estado y partido terminan haciéndose equivalentes: el partido ha cooptado al Estado o, lo que es lo mismo, el Estado adopta la identidad del partido. Fundidos en una sola entidad, el dominio de la autoridad suele ser absoluto: un poder omnímodo se extiende sobre la totalidad de la realidad social, extralimitándose de sus funciones específicamente políticas e inmiscuyéndose en las esferas más íntimas de los individuos, no excluyendo de su influencia ni siquiera a algo tan sagrado como la conciencia. El propósito es evidente: moldear a medida las conciencias privadas bajo fines específicamente políticos que, desde luego, sirven a los intereses de quienes ejercen el poder.

En lugar de un poder público, prevalece aquí el dominio privado; en lugar del bien común, predominan los intereses particulares de quienes ejercen el poder, como acontece en una relación entre amo y esclavo: este sirve a aquel. La necesidad de que en todo poder político el bien común esté por encima del interés particular es algo en lo que ya hemos insistido. Desde la perspectiva adoptada, más que por autoridades políticas, este régimen es comandando por un poder despótico.

En el curso de estas líneas nos hemos propuesto presentar nuestro tema desde la visión de algunos autores que, bajo un enfoque normativo, afirmaron que el poder político se ejerce entre personas racionales, libres e iguales y debe apuntar a la consecución del bien común. Por otra parte, se ha procurado demostrar que estos conceptos enriquecen nuestras reflexiones acerca del poder político hoy en día. En rigor, esto último forma parte de un propósito más abarcador que consiste en subrayar la trascendencia del estudio de la teoría política en la actualidad, por cuanto el tema del poder político es apenas uno entre una variedad de temas sobre los que una disciplina tan estimulante como la teoría política nos ofrece esclarecedoras sugerencias.

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