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El realismo de Alberdi en las Bases no deja de sorprender. No solo diseñó un orden político (“la república posible”) adecuado a las circunstancias con el objetivo de promover la prosperidad del país, sino que también se ocupó de prescribir la “política conveniente para después de dada la Constitución”. Así se titula, en efecto, el capítulo XXXIV en la edición definitiva de esta obra.

En la dialéctica entre “el gobierno de las leyes” o “el gobierno de los hombres”, el tucumano ilustre opta -como en tantas otras cosas- por los dos a la vez. Une los contrarios. Reemplaza la “o” por la “y”. Veamos.

A lo largo de esta obra “escrita velozmente” y “dando formas exageradas” (según su propia confesión) Alberdi hace una crítica del derecho constitucional americano para luego sentar las bases para lo que debía ser la Constitución que Urquiza y los gobernadores estaban promoviendo, aunque tomando la precaución de avisar que se trataba de una “Constitución andamio”, es decir, una estructura legal que permitiría construir “el edificio político”. Las leyes no son todo. Son los hombres los protagonistas del cambio que estaba por venir.

Así, con gran ímpetu y elocuencia, Alberdi diseñó un sistema político con un fondo democrático, una forma republicana con preeminencia del poder ejecutivo y un accidente “mixto” unitario-federal. (La distinción entre fondo, forma y accidente es propia del autor). Junto a este diseño -como se ha dicho, adecuado a la realidad nacional- se debían incorporar a la letra constitucional ciertas normas que garantizarían el progreso, que, si bien en su filosofía era inmanente al desarrollo histórico, las circunstancias ameritaban una influencia extrínseca. En efecto, el gobierno debía hacer algo desde afuera: garantizar los derechos de los habitantes, promover la inmigración, otorgar franquicias y privilegios para el ingreso de capitales, contraer empréstitos, promover obras de infraestructura, decretar la libre navegación de los ríos, construir telégrafos y ferrocarriles, etc. Todo ello -y algo más- quedaría escrito en la Constitución. De este modo, tendríamos todo asegurado. ¿Asegurado? No, para nada. “Lo único seguro es la muerte y los impuestos”, dice un protagonista de la película Wall Street (Oliver Stone, 1987).

En el mencionado Capítulo XXXIV de las Bases Alberdi se plantea la cuestión. Una vez sancionada la Constitución, no se termina el problema. No alcanza con las leyes. Hay una política que implementar. Es cierto que en su propio proyecto de Constitución (añadido en la segunda edición de las Bases, en septiembre de 1852) se tomó todas las precauciones para darle toda la fuerza legal posible a la política que se debía implementar. La denominada “cláusula de la prosperidad” o “cláusula del progreso” (donde manda que el Congreso debe proveer todo lo conducente a la prosperidad del país), aparece también en otras partes de su proyecto: en el Preámbulo, en el juramento del presidente, en las causales de acusación a los miembros del Congreso, al presidente y a sus ministros. “O hacen esto que les digo o irán a la cárcel”, parece decir. Pero otra vez: no alcanza con la ley, aun siendo la suprema de todas las leyes.

¿Qué dice Alberdi entonces -después de tanto suspenso- en ese capítulo XXXIV? Lo inicia con una definición de política: “es el arte de conducir las cosas de modo que se cumplan los fines previstos por la constitución”. ¿Qué? ¿Un liberal hablando de conducir? Sí, señores. Hay que conducir. Pero después dice: “Gobernar poco, intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer sentir la autoridad, es el mejor medio de hacerla estimable [a la Constitución]”. Y más adelante agrega: “La mejor administración, como la mejor medicina, es la que deja obrar a la naturaleza”. Pues entonces, ¿en qué quedamos Juan Bautista? ¿Conducimos o no conducimos? Ya lo dijimos: no es la “o”, es la “y”. Las dos cosas.

Tanto en el texto mismo de las Bases como en la propia realidad de aquella época (año 1852) pueden distinguirse tres momentos: 1) el proceso para sancionar la Constitución (Alberdi, obsesivo, también da detalles acerca de cómo proceder para ello); 2) la política que ha de implementarse con la Constitución ya sancionada, y 3) la situación creada con las políticas ya desarrolladas y desplegadas. En los dos primeros momentos, los gobernantes -conductores- tienen grandes desafíos por delante: ha caído Rosas, hay que hacer la Constitución, hay que fomentar la inmigración, firmar tratados, construir ferrocarriles, etc. En este territorio inmenso con su escasa población y con un mercado económico limitado, hay mucho por hacer. Una vez hechas las cosas, en el tercer momento, ya sí se puede “dejar obrar a la naturaleza”.

Detengámonos en el segundo momento, que aparece en este bendito Capítulo XXXIV. Podríamos denominarlo “momento fundacional”. Ya está sancionada la Constitución. Ahora es necesario que el gobierno haga algo, que dé el puntapié inicial, que pro-mueva: que ponga las cosas en movimiento. Para este momento Alberdi prescribe una serie de recomendaciones, a saber:

  • Cambiar la mentalidad: reemplazar el honor militar por el honor industrial. Ha llegado la hora de la economía; debe quedar en el pasado la hora de la guerra. El gobierno debe glorificar los triunfos industriales y ennoblecer el trabajo. Un cambio de mentalidad. Aplaudir a Guillermo, pero no a Brown sino a Wheelwright (no lo dice así el tucumano, pero lo da a entender).
  • Privilegiar la política exterior: firmar tratados de amistad y comercio con el extranjero para reforzar allí las garantías ya escritas en la Carta Magna. Y, adelantándose un siglo cuanto menos, pide avanzar, no hacia una liga política, sino hacia una integración económica, jurídica y cultural… ¿con Europa? No, con los países americanos, y en especial con Brasil, obviando posibles antagonismos políticos o ideológicos. (Si no me cree en esto, lector, lea usted mismo el Capítulo XXXIV de las Bases).
  • Honrar y respetar la Constitución y las leyes, que deben ser pocas, claras, estimables y estables (aunque no es citado por Alberdi, no podemos dejar de recordar en esto al “Maestro de los que saben”: Aristóteles). No caer en el afán de reformas y novedades, sino más bien confiar en la interpretación y en la jurisprudencia.
  • Elegir funcionarios públicos destacados por su buen sentido, su talento instintivo y su juicio práctico; más que por sus títulos, sus teorías o su elocuencia. (Lo del “juicio práctico” también nos recuerda a Aristóteles cuando decía que la prudencia es la virtud propia del que manda; otra vez debemos caer en el “esto ya lo dijo Aristóteles”)[1]. Obrar con buen juicio, con cordura y con moderación, dice Alberdi.

Y en los párrafos finales de este luminoso Capítulo XXXIV, este intelectual inquieto se plantea una cuestión entonces coyuntural pero que ha estado presente y reaparece continuamente en la historia de los pueblos: “¿Qué será de la Confederación Argentina -se pregunta- el día que le falte su actual presidente [Urquiza]?”. Tamaña cuestión no es sencilla de solucionar. Más aún en el momento fundacional. Apuntemos nosotros: Iglesia, Estados, empresas, escuelas y toda clase de instituciones deben mucho a su fundador o a sus fundadores. ¿Qué hacer cuando el magnánimo fundador desaparece? La Constitución es “la carta de navegación”, dice Alberdi. Pero seguidamente añade: “En la vida de las naciones se han visto desenlaces que tuvieron necesidad de un hombre especial para verificarse”. No son las leyes o los hombres: son ambos dos. Y sigue avisando el tucumano: “Pero llega un día en que la obra del hombre necesario adquiere la suficiente robustez para mantenerse por sí misma, y entonces la mano del autor deja de serle indispensable». Hay que saber cuándo llega esa hora para no apresurarse (lo cual sería “desastroso”, asegura) y confiar también en la providencia. Pero hay algo más: fomentar el respeto a la autoridad, el respeto al gobierno sea quien sea la persona que ocupe luego la más alta magistratura; y, a la vez, contar con una buena herramienta para elegirlo. Dice al respecto, con cierto optimismo: “La Constitución da, en efecto, el medio sencillo de encontrar siempre un hombre competente para poner al frente de la Confederación”. Es absolutamente imposible no hacerse hoy esta pregunta: ¿Es nuestro actual sistema electoral un “medio sencillo de encontrar siempre un hombre competente”? Difícil no contradecir a ese optimismo alberdiano.

Resumiendo, el arte de gobernar para Alberdi consiste en “cambiar la mentalidad” de acuerdo con los objetivos que tenga un país; priorizar la política exterior tejiendo alianzas con los países vecinos; gobernar con unas pocas normas claras, estimables y estables; elegir funcionarios con juicio práctico y buen sentido; obrar con cordura y moderación; y contar con un sistema electoral apropiado que permita ir seleccionando hombres competentes para las más altas magistraturas. ¿Es mucho pedir?

Al respecto, y para finalizar, nos preguntamos: Aun con las adaptaciones correspondientes y con otros desafíos por delante, ¿tiene sentido recordar hoy, en estas primeras décadas del siglo XXI, en este mundo globalizado, informatizado y robotizado, lo que Alberdi prescribió como “arte de gobernar” para la época de las carretas? No damos respuesta a este interrogante. Queda para el “buen sentido” o “juico práctico” del lector.


[1]El eximio profesor Werner Goldschmidt -autor de la teoría trialista del Derecho- recomendaba a sus alumnos (quien escribe es testigo presencial) que, en un examen oral, si el profesor preguntaba quién había dicho tal o cual cosa, ante la duda se debía responder “Aristóteles”, pues este filósofo ya había dicho el 80 % de todas las cosas. Es una exageración -claro está- pero algo de esto hay.

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