Hace unas semanas publiqué en este mismo blog un artículo donde intenté brindar una perspectiva distinta sobre el concepto de democracia, basándome en ciertas concepciones de filósofos griegos, para terminar definiendo este término en torno a la idea del “gobierno de los muchos”. En ese momento recibí varios comentarios respecto de que la democracia en la actualidad es mucho más que esto, si bien era una cuestión que aclaraba en ese mismo artículo. Es así que ahora querría seguir adentrándome en la peligrosa y nunca concluyente búsqueda del significado actual de la democracia, refiriéndome a esos otros aspectos que no consideré en el anterior texto. Para ello apelaré al nombre del programa de investigación del cual surge este blog. Su título genérico es “Programa de Pensamiento Político”, pero lo más interesante es el subtítulo que lo acompaña: “Democracia, república, liberalismo: debates clásicos y contemporáneos”. De esta forma, intentaré en las próximas líneas esbozar algunas ideas sobre estas tres tradiciones que en principio definen a nuestros actuales sistemas políticos. Esto incluye principios como la periodicidad de elecciones para definir los cargos públicos, la división de poderes, la representación política, el gobierno de la ley y el Estado de derecho, las garantías constitucionales o la necesidad de alternancia en esos cargos elegidos por el pueblo. En este sentido, cito un esclarecedor artículo de mis colegas y maestros Enrique Aguilar y Guillermo Jensen, en donde definen a “la democracia moderna” en torno a estos principios y tradiciones, artículo que describe con exactitud gran parte de los ideales en los que se basan (o deberían basarse) nuestros sistemas políticos occidentales.
La primera polémica (y no será la única) que me propongo introducir respecto de estos ideales, que luego se plasmaron en prácticas concretas, es su carácter de modernidad. Lamentablemente muchas veces se olvida que varios de estos principios no fueron en absoluto un invento de los modernos, sino que de alguna forma ya estaban más que presente en aquello que llamaré lo “clásico”, en referencia a ideas y prácticas que provenían tanto de la Antigüedad pagana como del Medioevo cristiano. Citemos sólo algunos ejemplos. La idea de que todo gobierno debe ampararse en la ley (tema vital tanto en el republicanismo como en el liberalismo), proviene de la cultura grecolatina y, aunque muchos intelectuales actuales insistan en menospreciar, fue un principio básico de toda la política medieval. Algo similar podría decirse respecto de la división de poderes. La práctica política de instituciones que se controlan entre sí, y que deben conjugar sus funciones para definir aquello que hoy llamaríamos políticas de Estado, se encuentra presente desde los inicios de las polis griegas y, con la teoría de Polibio a la cabeza, será la gran maravilla de la república romana. Pero nuevamente debe recordarse que también en el Medioevo esto existía. Resulta una verdad de Perogrullo, pero que nunca está demás repetir, que los reyes medievales no eran en absoluto todopoderosos, sino que compartían el poder con distintas instituciones, tanto sociopolíticas como religiosas. Ni hablar si en este marco incluimos la variedad de poderes que se congeniaban en las estructuras políticas de ciudades medievales como las que existían en la península itálica. Es cierto que a un nivel estrictamente teorético y conceptual, puede ser muy discutible que ya en los antiguos griegos y romanos existiera la división de poderes, más si pensamos en las conceptualizaciones que surgieron a partir de Montesquieu y El Federalista. Pero también me resulta claro que tanto en la Antigüedad como en el Medioevo, se pueden encontrar (y sin demasiado esfuerzo) ideas y prácticas que se le asemejan. Finalmente, la misma idea de representación también es un “invento” medieval, si se recuerda el significado de los Parlamentos y las Dietas, o hasta el rol que cumplían los gremios de oficios en la designación de magistrados públicos. Disculpen mi defensa casi corporativa por ser docente de historia del pensamiento político, pero permítaseme recordar un punto elocuente en este sentido. Si uno analiza las primeras teorías supuestamente modernas de los siglos XVI y XVII que darán origen a esas tres tradiciones de la democracia, el republicanismo y el liberalismo, uno se encontrará con un fenómeno paradójico. Muchos de los principios esbozados aparecen en el marco de una crítica a los monarcas absolutos, reivindicando una serie de valores que provenían de la historia medieval de cada comunidad. Esta perspectiva estaba presente tanto en algunos neoescolásticos católicos españoles del Siglo de Oro, en los calvinistas franceses del siglo XVI o en variados publicistas y políticos ingleses del siglo XVII. A pesar de lo que suele enseñarse en la actualidad, las primeras ideas políticas modernas surgieron de la crítica al monarca absoluto no por ser demasiado medieval, sino justamente por no serlo.
Ahora bien, ello no significa que estas tres tradiciones no hayan producido ningún tipo de innovación. Sin embargo, esto se entiende no por el surgimiento del principio en sí, sino más bien por la perspectiva que adoptan o el marco en el que empiezan a desarrollarse. Mencionaré algunos brevísimos ejemplos para ilustrar. En la Modernidad, casi todos esos principios se desenvolvieron en torno a la formación del Estado Moderno. Es decir, en la Antigüedad y en el Medioevo podía existir división de poderes, la impronta de la ley y hasta participación ciudadana, pero a partir de la Modernidad todo ello empieza a darse en el marco de una institucionalización de lo político signada por la centralización del poder, bajo aquello que terminará siendo el Estado como máquina burocrática de poder coactivo (Weber diría el monopolio legítimo de la violencia). Esto a la vez influirá sobre la problemática de la división de poderes, dado que existen fuertes controversias actualmente en la academia respecto de si ese Estado es lo que concentra el poder, recreando por lo tanto una división de “funciones” (ejecutivo, legislativo y judicial) y no realmente una división de “poderes” (ya que el único poder sería el del Estado). Otro ejemplo puede ser la idea de imperio de la ley, la cual se encontraba con anterioridad, pero que a partir de la Modernidad empieza a desarrollarse bajo marcos filosóficos ligados a un fuerte racionalismo y voluntarismo que habrían sido imposibles de pensar en la Antigüedad y el Medioevo. Finalmente, considérese el principio de representación, el cual a partir de las revoluciones modernas evolucionará en un sentido fiduciario, basado en un individualismo atomista, y terminará plasmándose en el monopolio de los partidos políticos como institución exclusiva de esa función. Por otro lado, también cabe destacar que esos principios a partir de la Modernidad no solamente se dan bajo ciertos marcos distintos a los antiguos y medievales, sino que además no se dan bajos otros marcos vigentes en esas épocas anteriores. Aquí el ejemplo claro que ilustra lo expuesto refiere a cómo en variadas teorías antiguas y medievales, esos principios se daban bajo esquemas morales, cuestión que hoy gran parte de la intelectualidad no aceptaría. Es más, una definición de democracia republicana y liberal moderna excluiría fundamentarse en principios que vayan más allá de lo jurídico-político, siendo esto, a mi entender, más un escollo que una virtud.
Segundo problema. Creo que definir la democracia de los modernos en torno a esas tres tradiciones (democracia, republicanismo y liberalismo), olvida otras influencias importantes que de algún modo también “ayudaron” a la conformación de nuestros sistemas actuales. Son otras tradiciones, esquemas y hasta ideologías, que no necesariamente se oponen a las citadas, pero que sin duda poseen basamentos distintos. Estas “otras influencias” se centran por ejemplo en aquello que a nivel del constitucionalismo del siglo XX se encuentra asociado a los derechos de segunda generación. Para ilustrarlo de manera simple, una democracia basada en el liberalismo explica muy bien el artículo 14 de nuestra Constitución, pero sería insuficiente para entender por qué aparte existe un artículo 14bis. Sería difícil deslindar los nombres de estas otras perspectivas políticas que influyeron en la evolución de nuestros sistemas actuales, ya que pueden provenir de orígenes ideológicos y contextos históricos muy diversos. Sólo me atrevería a esbozar una pequeña lista, en la cual incluiría ideas que provienen de la Doctrina Social de la Iglesia (especialmente para las constituciones de países latinoamericanos), principios ligados al socialismo y hasta esquemas gubernamentales como fue el Estado de Bienestar. Como podrá verse, la gran mayoría de estas otras tradiciones o estructuraciones jurídico-políticas no necesariamente contradicen a las tres primeras mencionadas, y la historia de las últimas décadas demuestra que pudieron complementarse bastante bien en muchas ocasiones. Pero sí creo que estamos hablando de esquemas y tradiciones distintos, por muchos motivos. Piénsese, otra vez sólo a modo de ejemplo, que varias de estas otras perspectivas se fundamentan en concepciones orgánicas de la comunidad política, distintas al individualismo ético, metodológico y epistemológico que está en la base del liberalismo (o por lo menos de ciertas perspectivas liberales). En resumen, si aceptamos algo así como la “democracia de los modernos”, su desarrollo implica muchos más que una mezcla entre democracia, republicanismo y liberalismo.
Continuando con este problema, decido lanzarme al vacío y meterme en un tema que puede generar muchas más discusiones que el punto anterior. Considerando que la esencia de “lo democrático” no se define en base al mismo principio que las conceptualizaciones básicas del republicanismo y el liberalismo, aquello que seguidamente intentaré describir es que existieron otros modelos políticos que se desarrollaron en el siglo XX y que podrían también ser considerados como “democracias de los modernos”. Ese paradójico siglo mostró el surgimiento de una serie de regímenes que parte de la teoría política categorizó como totalitarismos. Estos podían incluir sistemas tan distintos como el fascismo italiano, el nazismo, el leninismo, el stalinismo, el maoísmo, el castrismo y un largo etcétera. Ahora bien, aquello que me atrevo a decir es que, en cierto modo, estos regímenes también fueron “democracias de los modernos”. Primero, más allá de que no necesariamente adoptaron este nombre para sí mismos, fueron democracias porque parte de sus fundamentos se asociaban a una cierta idea de soberanía popular. Sin duda podemos discutir si las elecciones que se realizaban eran legítimas y transparentes, o si los líderes totalitarios luego encontraron formas de emanciparse del sistema de elección popular. No me refiero a la práctica política concreta de si los pueblos italiano, alemán, ruso, chino o cubano eligieron en serio a esos gobiernos o si luego podían no volver a elegirlos. Apunto una cuestión que va hacia lo teórico, pero que tiene su valor. El basamento teórico de estos totalitarismos, mal que nos pese, estaba fuertemente asociado a una idea de pueblo o nación soberana. Por ello digo que se emparentan a una conceptualización de la democracia, si bien entiendo perfectamente las complejidades del caso. Por otro lado, menciono algo que puede ser aún más discutible, que es el hecho de aseverar que fueron esquemas extremadamente modernos. Y dije “discutible” porque existe una variada gama de interpretaciones (muchas de ellas asociadas a intelectuales liberales) que buscaron categorizar a estos totalitarismos, sobre todo los de “derecha”, como intentos de volver al pasado frente a la idea de progreso que nos había sido regalada por la Ilustración. Estas perspectivas abundan. Me permito citar, sólo a modo de ejemplo, el famoso trabajo de Isaiah Berlin donde relaciona al fascismo con intelectuales reaccionarios como Joseph de Maistre. En nuestra realidad intelectual argentina se vislumbran esquemas parecidos, aunque lamentablemente mucho más burdos que el del afamado Berlin. Sin hacer alusión de nombres particulares (el lector sabrá entender), pululan argumentaciones que asocian a un movimiento como el peronismo con el fascismo italiano y el castrismo cubano, y de allí con los jesuitas de la Modernidad temprana y el feudalismo medieval.
Más allá de la discusión puntual, aquello que busco enfatizar es que los totalitarismos son en esencia movimientos modernos. Dejemos de lado a nuestro controvertido general don Domingo. Pensemos en personajes como Mussolini, Lenin, Stalin o Mao. No dudo un segundo en aseverar que la formación intelectual que tuvieron estos líderes totalitarios distaba mucho de basarse en Francisco Suarez, Santo Tomás de Aquino, la teoría medieval de las dos espadas o los basamentos jurídicos del contrato de vasallaje. Por el contrario, si quisiésemos analizar de dónde pudieron haber extraído ideas, tendríamos que buscar en autores indudablemente modernos como Hegel, Marx, Nietzsche o Sorel, por citar sólo algunos. No quiero extenderme, pero a esto podríamos sumar todo el amplio bagaje de estudios que demuestran las condiciones socioeconómicas que dieron sustento al origen de estos totalitarismos, las cuales nuevamente distan mucho de las clásicas aldeas feudales o las ciudades medievales. Por otra parte, esta argumentación no es en absoluto un descubrimiento mío. Existen una gran gama de reconocidos autores que desarrollan esta perspectiva, entre los cuales pueden nombrarse intelectuales de extracciones disciplinares muy distintas como Eric Voegelin, Jules Monnerot, Renzo di Felice o Jacob Talmon. Todos estos casos que describí hablan de fenómenos que se dieron en el siglo XX, pero algo similar podríamos advertir si pensamos en los actuales “populismos”. A ello debe agregarse el gran problema de agrupar a ideologías y estructuraciones políticas tan diversas bajo la categoría de totalitarismos o populismos. Estas categorías incluirían toda una serie de gobiernos que justamente se opondrían a esa democracia liberal y republicana, hecho que en parte demuestra la gran capacidad que posee esta democracia para recrear sus propias dicotomías y enemigos. Pero no nos metamos en mayores problemas. Aquello que busco remarcar es que, mal que nos pese, todos estos gobiernos totalitarios y populistas también fueron (y son) una especie de “democracia de los modernos”. Resumiendo lo expuesto (y disculpen el siguiente trabalenguas), un sistema fundamentado en los principios de la democracia, el republicanismo y el liberalismo no sería la democracia de los modernos, sino más bien una democracia de algunos modernos (con ciertos birretes de antiguos y medievales), que se opone a otras democracias de otros modernos.Esto no implica que todas estas democracias sean iguales. En este artículo no me propuse despotricar contra nuestros sistemas democráticos actuales, sino más bien mostrar justamente que esos sistemas son producto de una gran tradición que se extiende mucho más allá de la Modernidad, y que refleja valores que no pueden ser vilipendiados por mayorías circunstanciales. Retomando lo expuesto con anterioridad, quizás no esté mal recordar que esa gran tradición también incluía la posibilidad de que el valor de los sistemas de gobierno pueda juzgarse por una serie de premisas que exceden lo jurídico-político. Entiendo que es un tema complejo que nos introduce a las discusiones sobre las diferencias entre la democracia sustancial frente a la procedimental. La mera presentación de este debate ameritaría todo un artículo aparte. Aquello que solamente apuntaría es que, si deseamos entender un poco mejor qué es la democracia en nuestros tiempos (o qué debería ser), quizás no esté mal recordar ciertos puntos de esa gran historia que nos precede, puntos que exceden con amplitud las premisas básicas de un sistema basado en la soberanía popular, el republicanismo y el liberalismo. Sólo de esta manera también seremos capaces de diferenciar los distintos sistemas que surjan del democrático principio de la soberanía popular. Es decir, la preferencia por otros sistemas que no sean los totalitarismos (o hasta los populismos) debería basarse en una serie de presupuestos que nos introducen en el plano de lo moral y no sólo de lo jurídico-político. Esto nos permitirá no sólo juzgar la perversidad de los regímenes totalitarios, sino también darnos cuenta de las falencias de nuestros actuales sistemas de gobierno.