En mayo de 2022, la vicepresidente Cristina Kirchner publicó en Twitter una serie de reflexiones políticas que, a pesar de su relevancia, quedaron rápidamente en el olvido. En ellas, echando la vista hacia el 2003, explicó cómo ella y su marido habían sido capaces de construir poder, siendo que en aquel momento Néstor Kirchner había asumido la presidencia nada más que con el 22% de los votos en un delicadísimo contexto social, económico, político e institucional. En referencia a ella misma y su esposo, Cristina revela: “nos íbamos a legitimar gobernando… porque se podía ser legítimo y legal de origen y no de gestión”. Si bien mucha agua ha corrido bajo el puente desde la publicación del tweet en cuestión, el hecho es que detrás de las palabras de la vicepresidente se esconde una fecunda tradición en teoría política que parece haber pasado desapercibida. Así pues, el tweet sirve en este sentido como disparador para llevar adelante una serie de reflexiones acerca del concepto de legitimidad política que acaso contribuyan a comprender la posible intención que tuvo Cristina al redactar su tweet y que, fundamentalmente, creo relevantes para el presente.
Como introducción general al problema conviene partir de una muy apretada definición del concepto de legitimidad política: se refiere a la justificación del ejercicio de la autoridad de parte de los gobernantes, lo cual trae consigo la exigencia a los gobernados de obedecer. Sin embargo, lo interesante del asunto es que la autora del tweet ha distinguido dos clases de legitimidad: la legitimidad de origen y la de ejercicio (o “de gestión”). En los estudios de teoría política la primera está ligada a la justificación de la autoridad en referencia a la validez de los títulos que otorgan el acceso al poder; a la segunda se la asocia con la justificación de la autoridad con relación a la validez de las decisiones políticas adoptadas durante la administración del poder.
Una vez enunciadas estas premisas, puede advertirse que el comentario de la vicepresidente resulta llamativo puesto que, si algo podía ser cuestionado en aquel momento de la figura del flamante presidente Néstor Kirchner era precisamente su legitimidad de origen, habida cuenta de la anómala circunstancia que había dado lugar a que este fuera electo. En efecto, el hecho es que en las elecciones generales Kirchner había obtenido el segundo lugar, ubicándose por debajo de Carlos Menem. El expresidente Menem optó por renunciar al balotaje estipulado a raíz de que la mayor parte de las encuestas pronosticaban una aplastante victoria de Kirchner, producto de la desgastada imagen de aquel tras diez años de ejercicio de la presidencia.
Al margen de esta cuestión, resulta interesante observar que la vicepresidente no solo recupera la distinción entre legitimidad de origen y de ejercicio, sino que parece anteponer la legitimidad de ejercicio (o “de gestión”) por sobre la de origen. En efecto, para Cristina el ejercicio ofrece a los gobiernos la posibilidad de legitimar un origen cuya legalidad es cuestionada por ciertos sectores. Aunque, por el contrario, para ella un origen legal no legitima una gestión que no es tal desde el punto de vista de las políticas públicas impulsadas. Para ilustrar el primer caso, Cristina aporta el ejemplo de Néstor Kirchner, quien según ella se habría legitimado en el poder por medio de decisiones políticas; el ejemplo del segundo caso parece apuntar a Alberto Fernández (a quien parece estar destinado el tweet), de cuyo origen legal (ungido precisamente por la propia Cristina como candidato en 2019) no se sigue necesariamente una gestión “legítima” de cara a los sectores más postergados. En todo caso, independientemente de la legalidad del mandato, parece que para la vicepresidente la “legitimidad” de un gobierno queda sujeta a las decisiones que este adopta una vez en el poder, así como al impacto que dichas decisiones tienen en los sectores más vulnerables.
Ahora bien, el problema de las “dos legitimidades” (si se me permite la expresión) ha sido considerado por la historia de la teoría política desde perspectivas diversas, y entiendo que su abordaje puede contribuir a echar algo de luz sobre la noción de legitimidad en nuestras actuales democracias. Remontémonos a los jurisconsultos de la época del Imperio romano que, tomando las antiguas reflexiones acerca del origen del poder político de la tradición precedente (Cicerón, Séneca) introdujeron notables innovaciones sobre el asunto. Para Ulpiano es el pueblo (populus) el que transmite el poder al príncipe (princeps), entendiendo que la autoridad proviene de la comunidad. No obstante, esta serie de juristas mantenía que, una vez consumada la transmisión, el pueblo se deshace por completo del poder cedido, de manera que la cesión es irrevocable: todo lo que le place al príncipe tiene fuerza de ley, ley que él mismo establece y de la cual queda absuelto.
Como se sabe, se trata de la doctrina que recuperan ciertos teóricos del absolutismo en la temprana Modernidad. Según estos, la autoridad no está obligada a justificarse ante las leyes humanas, de manera que el poder no queda forzado a rendir cuentas ante los hombres. Puede afirmarse que el tema de la legitimidad es resuelto aquí por medio del recurso a la cesión irrevocable del pueblo, que debe resignarse a la obediencia a una autoridad irrestricta. En este esquema, la legitimidad de ejercicio (una autoridad irrestricta) se desprende de la legitimidad de origen (la cesión irrevocable).
Frente a esta doctrina hubo quienes afirmaron el derecho de resistencia de los gobernados frente a una autoridad tiránica. Concretamente en la época medieval encontramos un ejemplo nada menos que en Tomás de Aquino, aunque no sin reservas. La segunda escolástica (Mariana, Suárez), así como los monarcómacos (Beza, Hotman) profundizan la línea tomista, al punto de llegar a admitir el tiranicidio como una alternativa lícita. En este sentido, ambas corrientes de pensamiento rinden tributo a la tradición medieval que distingue entre el tirano por título (el usurpador cuyo origen es ilegítimo en tanto tomó el poder por la fuerza) del tirano por régimen (el príncipe que recibió la autoridad por medios legítimos, pero que en su ejercicio lo emplea tiránicamente). Para los escritores políticos medievales era crucial que la autoridad fuera legítima y legal tanto en su origen (que respetara los procedimientos que reglamentan el acceso al gobierno) como en su ejercicio (que observara las leyes durante el curso de la administración del poder).
Estas ideas medievales serán heredadas por Locke y el pensamiento liberal, que insistirán en que el consentimiento de los gobernados constituye el motor que pone en marcha el funcionamiento de la comunidad política. Así pues, los gobernantes asumen la autoridad comprometiéndose a velar por el respeto a los derechos de los gobernados, quedando sujetos a los compromisos asumidos. Se trata de la noción del gobernante como fideicomisario (trustee), es decir, atado a cumplir con aquello que se comprometió a respetar en el momento inicial de la asociación. De esta manera, la obligación política de parte de los gobernados asume una naturaleza condicional. En caso de quebrantamiento de los compromisos asumidos, el acuerdo entre gobernantes y gobernantes queda roto y, por consiguiente, los gobernados no quedan obligados por el contrato, recuperando así la totalidad del poder que poseían antes de constituir la comunidad y que habían cedido precisamente para ponerla en funcionamiento. Por lo mismo, en este esquema el consentimiento opera como piedra angular en lo que respecta al origen, así como al ejercicio del poder político.
En tal sentido, nuestras presentes democracias representativas son tributarias tanto de la tradición medieval como de la moderna doctrina liberal. En nuestros regímenes el pueblo, como titular último de la soberanía, no se desprende absolutamente de esta, sino que solamente delega su ejercicio en los representantes que él designa a través del método electivo. Para las democracias representativas es tan importante atender al origen del poder (en la medida en que los representantes del pueblo deben ser designados por los electores a través del sufragio) como a su ejercicio (en tanto las autoridades quedan atadas a la rendición de cuentas). Por consiguiente, a fin de robustecer la democracia es crucial que la autoridad sea escrutada públicamente de manera continua y no solamente el día de la elección.
Para ello es preciso garantizar controles horizontales al poder, y entre los medios disponibles para hacerlo cabe destacar un equilibrio de poderes que a través de frenos y contrapesos sea capaz de evitar que una autoridad disponga de un poder desproporcionado. Asimismo, a los controles horizontales al poder se añaden los controles verticales, que refieren a la necesidad de contar con una opinión pública comprometida con el espacio de lo político, y que permanezca atenta a cada uno de los actos gubernamentales. En efecto, es preciso que los ciudadanos conformen una celosa opinión pública que se haga oír en virtud de que esta constituye un destacado condicionante de las gestiones de gobierno, contribuyendo a impedir los abusos del poder de parte de las autoridades.
Sin embargo, en lo que a controles verticales se refiere, es indudable que en las democracias representativas el mecanismo más efectivo de escrutinio del poder es el voto, a través del cual la ciudadanía concede premios y castigos. En efecto, en estos regímenes el sufragio es provechoso, entre otras cosas, como instrumento que permite a los electores expresar su disconformidad, sancionando a las autoridades que no han cumplido con las expectativas. De esta manera, los gobernantes con gestiones deficientes pueden ser desplazados del poder de manera pacífica, por lo que el voto funciona como un mecanismo legal para castigar a los malos gobernantes de manera civilizada y sin necesidad de recurrir a la rebelión civil como antaño.
Así pues, los gobernantes que en la opinión de la ciudadanía no han estado a la altura de las expectativas (por ejemplo, siendo incapaces de obtener los resultados esperados con sus políticas públicas, o directamente incumpliendo las promesas hechas al electorado) pueden ser sancionados precisamente a través del sufragio. Siempre que el apego a los procedimientos y las normas públicas se halle intacto, no puede decirse que un gobierno sea ilegítimo ni en su origen ni en su ejercicio (de acuerdo con la doctrina positivista, la legitimidad queda resuelta en la legalidad), por lo que la rebelión civil queda descartada y ante una mala gestión solamente cabe recurrir al voto como mecanismo de castigo. Por lo tanto, una de las principales bondades de los actuales regímenes democráticos es que permite la posibilidad de resolver las disputas más intensas de una manera prudente, incorporando a quienes están en desacuerdo al juego político de las instituciones formales para así garantizar una transición pacífica de gobierno.
A pesar de que en nuestras democracias representativas el derecho de resistencia constituye delito de sedición, lo cierto es que, como se apuntó previamente, ello no implica que la autoridad quede desprendida de los controles al poder, sino que permanece sujeta a escrutinios tanto de carácter horizontal como vertical. En referencia a los controles verticales al poder, los ciudadanos optan colectivamente en la instancia electoral con respecto a los méritos de un determinado gobierno (o propuesta) para mantenerse (o acceder) al poder. Asimismo, en nuestros regímenes cada ciudadano puede manifestar públicamente su opinión sobre la conducta del gobierno ya sea para elogiar, condenar o sencillamente advertir sobre la implementación de determinadas políticas, siendo acaso esta última la posible intención de la vicepresidente al redactar originalmente su tweet.
Precisamente el tweet en cuestión ha servido como disparador de estas observaciones, que se proponen a modo de reflexión acerca de algunos de los rasgos de nuestras democracias representativas. La distinción entre legitimidad de origen y de ejercicio rara vez suele tenerse presente en el discurso público, de manera que su revitalización puede contribuir a la comprensión de ciertos fenómenos políticos del presente. A su vez, el hecho de que un concepto central de la democracia como lo es el de legitimidad pueda ser comprendido en mayor profundidad recurriendo a la historia de la teoría política pone de manifiesto la relevancia de esta disciplina a la hora de echar luz sobre nuestros actuales problemas políticos.