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La producción tecnológica como modo de relacionarse con y transformar el mundo es connatural al ser humano. Hay quienes han hablado recientemente de una “cultura tecnológicamente texturada”, aunque probablemente esto pueda afirmarse de alguna forma de toda la historia humana. Pero, si esto vale en general, tanto más con las tecnologías de la información y la comunicación contemporáneas, en la medida que éstas genuinamente co-construyen la realidad social. Ello es especialmente apreciable desde una perspectiva hermenéutica existencial, en cuanto son estos recursos técnicos, más que ningún otro, los que contribuyen a producir y transmitir significados e interpretaciones de nosotros mismos y los demás. En este sentido, no podemos pensar en ellos como meras herramientas para manipular un mundo externo y diferenciado, como podría hacerlo una pala o un martillo, sino que añaden una capa más de realidad a nuestro mundo cotidiano.

Lo cierto es que cada forma tecnológica contiene sus propios sesgos y presunciones implícitas. Muchas de ellas han sido ampliamente discutidas a lo largo de los últimos años: la apelación a la emotividad, la producción de cámaras de eco, el predominio de lo (audio)visual, a las que podrían añadirse la espectacularidad, la inmediatez y la brevedad de los mensajes.

Casi todas estas características atentan contra la deliberación política en el sentido en que la tradición de la democracia deliberativa (quizá mejor ilustrada por J. Habermas) la ha concebido. Pero es más que esto: no es que resulten un mal instrumento para personas que, aunque fracasen en su comunicación política, permanecen inalteradas, sino que en el proceso ellas mismas se transforman en algo distinto.

Con todo, deseo concentrarme aquí solamente en uno de estos múltiples efectos de estructuración de las subjetividades (políticas y más que políticas): el de la distorsión cultural. Debo aclarar que para ello estoy adoptando una perspectiva normativa informada por el pensamiento comunitarista, según la cual la deliberación práctica es central para el florecimiento de la comunidad y de sus miembros (como también lo era para Habermas), pero aquélla no puede darse en términos de una racionalidad pura y universal, sino que, para ser auténtica, debe expresarse en los términos propios de esa cultura o tradición moral que informa a la comunidad en cuestión.

Si esto es así, no es difícil afirmar que las tecnologías de la información y la comunicación, sobre todo en las formas que ha adoptado más recientemente, atentan contra estas condiciones; entre otras cosas, lo hacen imponiendo o introduciendo subrepticiamente formas culturales ajenas, o distorsionando las propias. Consideremos algunos ejemplos.

Las redes sociales y los buscadores privilegian el número: la mayor cantidad de interacciones, de visitas, de visualizaciones, de tráfico, etc. En consecuencia, las formas de vida, actitudes y valoraciones culturales minoritarias quedan invisibilizadas en el espacio público digital. Cuando no son directamente relegados, los grupos minoritarios pueden llegar a aprender a ver el mundo y (todavía más grave) a autorrepresentarse en los términos de la cultura hegemónica. Esto es algo que el trabajo pionero de Charles Taylor y toda la literatura posterior en torno al multiculturalismo ha destacado desde hace ya algunas décadas. Por dar tan solo una versión de este proceso, podemos referirnos a la comodificación de elementos culturales foráneos o “exóticos” por parte del grupo mayoritario, lo cual, paradójicamente, termina siendo incorporado en su versión espuria como algo tradicional por el grupo minoritario.

Más recientemente, la explosión del fenómeno de las inteligencias artificiales nos enfrenta con una nueva serie de potenciales amenazas. Bien es cierto que no se trata de redes sociales como tales, pero las permean, condicionan y orientan, como sucede con la búsqueda de información, noticias y opiniones. Atendamos a las diversas maneras en las cuales cargan y reproducen los sesgos culturales de origen. En primer lugar, los chatbots y otras interfaces que directamente emplean modelos de inteligencia artificial contienen las pautas y límites que sus creadores o programadores les imprimen en el código de manera consciente y deliberada. Así, por ejemplo, se ha citado casos de imposibilidad de emitir opiniones o proporcionar información sobre ciertos temas, lugares, grupos o regímenes. A esta orientación consciente —con todos los efectos de poder que ella supone—, debemos añadir los sesgos que las inteligencias artificiales reciben de su “entrenamiento”, especialmente en el caso de los LLM (large language models). Al utilizar las fuentes disponibles, como es esperable, éstas responden en una enorme proporción a las perspectivas y cultura mayoritarias, quienes producen, difunden y conservan una mayor cantidad de contenidos. Quizá como una instancia ulterior (o como una manifestación más profunda de esto último) se puede mencionar el hecho del propio lenguaje que las inteligencias artificiales utilizan para procesar y comunicar la información. Estudios de los últimos dos años han mostrado que varios de los modelos más populares disponibles utilizan el inglés como idioma por defecto, recurriendo a él para traducir y procesar los contenidos solicitados por el usuario, especialmente cuando están en otras lenguas menos habituales. En línea con la perspectiva que hemos adoptado aquí respecto del rol del lenguaje en la interpretación de uno mismo y del mundo, otra serie de investigaciones han identificado un alineamiento mayor de estos mismos LLM con valores típicamente asociados al ámbito anglosajón o europeo protestante.

Frente a todo lo dicho, ¿cómo debemos reaccionar? Antes de prescribir ninguna conducta es necesario desechar la actitud, muy frecuente, de tecno-determinismo: no es posible detener el curso del progreso, la tecnología surtirá todos los efectos que deba independientemente de nuestras preferencias y decisiones. Frente a ello, se vuelve imprescindible recuperar alguna capacidad de agencia por parte de las comunidades e individuos.

Corresponde reconocer que las mismas herramientas y tecnologías de las que venimos hablando también contienen un gran potencial constructivo: se las puede utilizar para dar visibilidad, generar capacidad de coordinación, preservar y transmitir sentidos y saberes. No es mi intención presentar una imagen apocalíptica. Pero el objetivo de esta exposición ha sido advertir sobre peligros que frecuentemente pasan inadvertidos o que sencillamente ignoramos por comodidad. Y es en esa dirección que querría concluir con unas pocas indicaciones respecto de posibles cursos de acción.

Evidentemente no habrá una respuesta única ni sencilla a las tendencias descriptas más arriba; no existe una receta pormenorizada e infalible, pero es posible ofrecer algunos lineamientos. El objetivo será limitar los peores efectos de dichas tendencias. Hasta cierto punto, esa tarea puede tener una traducción institucional-legal: el Estado puede incentivar y sostener el desarrollo de espacios públicos no mercantilizados, exigir mecanismos de transparencia interpretativa de parte de las plataformas de comunicación, y ayudar a las comunidades culturales minoritarias a tener voz y representación. Sin embargo, considero que la arena principal donde los resultados de este proceso se decidan será la vida pública y privada de la propia comunidad. Ella debe desarrollar una educación hermenéutica dirigida a formar ciudadanos capaces de interpretar las tecnologías mediacionales, descifrar el marco cultural de las interfaces y algoritmos, y ejercer una crítica simbólica. Esta puede ser facilitado o sostenido por el Estado, pero nunca será exitosa sin un compromiso consciente por parte de una ciudadanía involucrada y participativa.[1]


[1] Una primera versión de esta nota fue presentada en el workshop organizado por la Fundación Konrad Adenauer en Buenos Aires, los días 20 y 21 de octubre de 2025, bajo el título “Social Media and the Internet as a Challenge for Democracy – Europe and Latin America in Comparison”. Puede acceder a todas las ponencias aquí.

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